Aprendiendo a negociar en Eros


– «En mi país no es importante la edad sino que seas mujer».

Iba en el asiento trasero de la motocicleta, sin casco, dejando que el aire de Kahuraho me encharcara los ojos. No pensaba entrar a debatir en esa situación y menos en un idioma que ninguno de los dos manejaba bien. Aún así, mi mente hizo una de sus acostumbradas piruetas (no he logrado que se pare en todo este tiempo y eso que estoy en el reino de la meditación, India), así que pasé de decirme «desde luego es una magnífica respuesta» a pensar en los matrimonios concertados de niñas con adultos. En su aspecto más perverso la frase era absolutamente cierta: la edad no parece ser considerado un factor de riesgo para la salud física y mental de las niñas desposadas, al margen de las consideraciones sobre su libre albedrío y el futuro de sometimiento y vejaciones a los que probablemente estén condenadas. Si esa afirmación era verdad en lo oscuro también podría resplandecer a plena luz del sol.

La siguiente imagen en la que se posó mi mente fue en las desvaídas fotografías que me había enseñado esa misma mañana la esposa de Deepak, el conductor del tuk-tuk en el que había ido a visitar los templos del Este y del Sur de la localidad. Tras el recorrido, me invitó a conocer su casa y su familia, casualmente no vivía muy lejos de mi hotel. En apenas unos minutos estaba sentada en un lecho, ante la mirada atenta de l@s niñ@s de la casa, con una taza de te en mi mano izquierda y en el regazo un montón de instantáneas del primer cumpleaños del primogénito. El tenía 19 años, ella 15, entonces llevaban dos años casados y se les veía orgullosos de su bebé. No me atreví a preguntarles si se casaron tan jóvenes por amor; lo único que observé era que, quince años después, su trato era amable, tenían tres hijos y sonreían.

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La joven madre (cuyo nombre fui incapaz de pronunciar) miraba con orgullo mi interés. Cuando señalaba con el dedo el rostro de los adultos ella decía: brother, sister, mother… Eran las únicas palabras que sabía decir en inglés; su madre y ella hablaban el bundelkhand, una especie de hindi local, y por lo que podía comprobar, no sabían leer ni escribir. Aún así, logramos entendernos gracias a las exclamaciones, las risas, los gruñidos y los gestos. Inflé los carrillos y me toqué la barriga para decir «Si de verdad había comido cada uno de aquellos bocados debió de reventar», porque en todas las fotos un adulto metía un pedazo de pastel en la boca del bebé. Rieron. Me dijeron «No, no, hapybirthday, foto, foto» y entendí que debía de tratarse de algún tipo de costumbre, como la nuestra de retratarnos soplando velas y no por eso nos pasamos rebufando toda la fiesta.

El caso es que allí, con el viento de Kahuraho haciéndome lagrimear, sonriendo a la vida por los olores y agarrada a la cadera más estrecha que jamás he conocido en un hombre, mi mente me puso delante la afable sonrisa de la anciana que jugaba a mis pies con el menor de sus nietos en aquella casa. Ella tenía tan sólo dos años y cuatro meses más que yo, quizá mi sonrisa fuera igual de beatífica, es decir, bien lejos de lo que pudiera considerarse una exultante sensualidad. Lejos de incomodarme aquella imagen sobre mí misma, me pareció que me liberaba de todo juego de seducción, así que, despreocupada, tomé la frase de Neelesh como una explicación antropológica. Estaba convencida de que formaba parte de su buena voluntad de hacerme de guía durante una hora y que me la decía como respuesta a una de las preguntas que me había formulado poco antes (¿Dónde está tu país? ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas? ¿Cuántos años tienes?).

Cuando le di la cifra abrió enormemente los ojos. Pensé que, efectivamente, para quien se casa con niñas de 13 y 15 años debía ser mucho más que jurásica, así que añadí riendo que estaba en lo cierto: yo tenía la edad de una abuela. Pensé que de golpe me habia convertido en una vieja rockera y me dije que, bueno, podía empezar a entrenarme para el porvenir. Aún así quiso invitarme a dar una vuelta en moto. Oh, yeah. Me arremangué la falda y sonreí. Después de sortear unas vacas e intentar explicarme cómo evitan que los mosquitos entren en su casa, Reflexionó en alto: si ese momento yo era su friend, y yo era mujer… Pues «técnicamente» yo era su girlfriend. Reí. «Ok, Neelesh, magnífica deducción, en los próximos kilómetros y hasta la puerta del hotel seré técnicamente tu girlfriend».

No podía negar que mi friendtécnicamenteboyfriend sabía manejar el sentido de las palabras. En las 36 horas que llevaba en la ciudad se había ofrecido a guiarme por los templos del Oeste (lindantes con el hotel) a cambiarme dinero, a llevarme en coche al resto de los templos (dispersos en un área de 23 kilómetros), a mostrarme tiendas donde podría comprar maravillosas prendas de seda, a ver espectáculos folk… Había rechazado sus propuestas una y otra vez. «No tengo dinero, gracias», «quiero estar sola, gracias» y namaste, namaste, namaste. Una negación clara y respetuosa era suficiente como para que se diera media vuelta y continuara con lo que estuviera haciendo. Cada vez que regresaba al hotel volvía a toparme con sus ojos acechantes, en los que brillaba la ambición y la necesidad, y una nueva proposición que hacerme. Deberían inventar una palabra a medio camino entre el acoso y la negociación constante. En una de las ocasiones el recepcionista, tan joven como Neelesh, me preguntó «¿Por qué viajas sola?» mientras me cambiaba los 20 euros con los que pagaría el taxi al día siguiente hacia Mahoba. El asunto creó el suficiente interés como para que los presentes, incluido mi futuro tecnicamenteboyfrienddeunahora, hicieran corrillo.

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Es bastante fácil que me invente la vida cuando viajo en solitario y la vaya modificando durante el trayecto hasta crearme un alter-ego convincente y absurdo, una identidad bajo la que pueda camuflarme y deje de ser tan previsible a ojos de mis observadores. En esta ocasión sabía que me vendría muy bien incluir en el relato la palabra «husband» y «son». Así que empecé contando la verdad (me esperaban en Kolkata) y la fui aderezando con algún que otro detalle de mi cosecha, entre divertida y molesta. Me incomodaba ese interés y al mismo tiempo entendía que se estaban buscando la vida, así que después de darles esa versión de Martha 3.0 intenté pensar en algo que pudiera solicitarles. Recordé que había adquirido el compromiso de comprar unas sandalias artesanales indias, algo que no había encontrado hasta ese momento. Nada más iniciar la frase, Neelesh decía que sabía dónde encontrarlas. Chocamos las manos a modo de acuerdo y quedamos al caer el calor. Deepak esperaba pacientemente en su vehículo, la jornada no había hecho más que comenzar.

Uno de los dos objetivos de aquella mañana era el templo jainista, el único «en activo» entre los que se visitan en Kahuraho. El otro objetivo era un templo llamado Chaturbhuia con una representación de Shiva en su fachada que me parece revolucionaria pues representa el «tercer género», ni hombre ni mujer, la suma de ambos.

Para una mentalidad occidental (de raíces cristianas y defensora de la luz de la razón) el pacifismo y los temas vinculados con el género no parece que tengan que ver, pero en la hinduísta todo está relacionado, así que la suma de estos dos objetivos hacía que la mañana me resultara de lo más atractiva. Mientras daba saltos en el tuk-tuk intenté imaginarme esta zona de la India en su época de esplendor, allá por el siglo XII, con cada uno de sus templos acogiendo mantras de paz y amor por todo lo vivo. En la entrada al complejo jainista encontré una lámina de la época e intenté situarme en el «mapa».

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El jainismo es una corriente espiritual que se basa en el ejercicio de la no-violencia en su más amplio sentido de la palabra: todos los seres vivos quieren vivir, por eso está prohibido hacer daño de forma integral, lo que implica compasión, cuidado, respeto a la vida en todas sus manifestaciones, aceptar que todos los seres vivos son nuestros iguales, rechazar la violencia subjetiva (desde desear hacer daño a planificarlo o provocar conflictos indirectamente) y la objetiva (cuya manifestación más clara es la guerra). Estos principios inspiraron a Ghandi, que es el rostro más conocido en Occidente de la aplicación de la no violencia con fines políticos. Esta concepción de qué significa «paz» se conoce como Ahimsa y se representa con una mano en cuya palma se dibuja una rueda, un símbolo que en los años setenta fue profusamente utilizado por los movimientos pacifistas contra la guerra de Vietnam.

El primer día que llegué a Mallorca tuve la suerte de conocer a un ex monje jainista, Shatish Kumar, que hace años recorrió medio mundo a pie para promover el fin del desarrollo de las centrales nucleares y su uso militar. Entonces no conocía su trayectoria ni la de aquella mujer con quien más tarde le vi acompañado, Vandana Shiva, una ecofeminista y miembro señalado del movimiento Chipko. Sus nombres representan un tipo de compromiso político en India que incluye el respeto a la naturaleza y la espiritualidad, por eso en Europa existen muchos movimientos ecologistas de corte espiritual que se inspiran en sus reflexiones y propuestas.

Los principios jainistas también han iluminado propuestas económicas como el proutismo, una alternativa al binomio capitalismo/comunismo nacida en India que defiende la «teoría de la utilización progresiva». Partiendo del principio de que los recursos materiales del planeta son limitados y propiedad «común de toda la humanidad», el proutismo promueve un modelo cooperativo, la autosuficiencia económica en cada región, el equilibrio medioambiental y la puesta en práctica de valores espirituales universales basados en el «derecho a la vida», que incluye el alimento, la ropa, un techo, acceso a la salud, a la energía y a un trabajo digno y justamente remunerado, entre otros aspectos. Además de rubricar la no-violencia, su creador, Prabhat Rainjar Sarkar, se basó en valores del Tantra Yoga como el amor y la entrega absoluta para desarrollar todas estas propuestas prácticas.

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Recorrí los templos, más humildes y en peor estado que los de la zona oeste, en los que me había perdido nada más bajarme del tren en Kahuraho. Aún así, las figuras seguían bailando, pintándose los ojos, cantando, pintándose la planta de los pies… Celebrando la vida en todas sus manifestaciones. Observé sus rostros. Todos sonreían. Entendí que las curvas de esos cuerpos voluptuosos no sólo hablaban de abundancia sino de una entrega absoluta, como si cada acción fuera una puerta hacia el éxtasis.

En el hinduismo la palabra muerte no existe, sólo la palabra transformación, esa entrega total que adivinaba en las esculturas se refiere a un vaciado del propio ser para poder llenarlo con el del otro; ni tuyo ni mío, sin final ni principio, los amantes no son dos porque siempre fueron uno y así lo expresan, entregándose en un movimiento constante en el que nadie puede poseer ni ser poseid@. Y más allá, si lo de arriba es como lo de abajo y lo de dentro como lo de fuera, en la calle también se puede ser amante, pues cada acto es parte de una creación infinita que lo atraviesa todo. La no-violencia es corolario de armonía. La armonía se da entre diferentes que respetan el papel que le ha tocado jugar al otro… Ya, ya sé, una cosa son los principios y otra lo que hacemos con ellos.

Todo lo que había vislumbrado durante la mañana relampagueaba en mi mente mientras que mis sentidos se entregaban al júbilo en la grupa de la moto. La luz empezaba a caer, tiñendo todo de plata. Deseé tener mi propia moto y atravesar India hasta alcanzar El Himalaya, adentrarme en Bután, atravesar Pakistán hasta llegar a Irán. O sí, Irán, mi amado país… Neelesh ya me había avisado que me daría una vuelta «larga, ¿no te importa?» Y yo deseaba que durara hasta que se fuera la luz, algo que sucedería en menos de media hora.

– «Además, yo soy un hombre», oí decir a Neelesh.

Giró su cabeza hacia mí para que viera su mentón a medio rasurar. Era evidente que seguía dándole vueltas al asunto cuando yo ya lo había dado por zanjado. Con las dos manos le hice mirar al frente. «Evidentemente, y eso que tenemos ahí delante es una carretera», le contesté. Entonces tomó una de mis manos, la puso en de su cintura, gritó «vamos a dar saltos» y apretó el acelerador. A lo lejos las barrenderas aún seguían cuidando el césped de los templos.

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En mi último paseo por Varanasi me había pasado algo curioso (¿hace dos días o dos siglos?), los jóvenes indios se paraban para pedirme que me hiciera fotos con ellos. La primera vez que sucedió creía que me pedían que yo les hiciera fotos; para mi sorpresa, se pusieron a mi lado y me vi sonriendo con cada uno de ellos ante el objetivo de sus cámaras. Me pareció justo, casi kármico, pues yo llevaba haciendo eso con sus semejantes desde hacia dos semanas. Llevaba una falda morada amplia, hasta los tobillos, y una blusa naranja, también holgada, es decir, por colores y por hechuras no me parecía ir estridentemente europea. ¿O era como una de esas alemanas vestidas de faralaes con volantes comprados en el Rastro?

Bueno, al margen de los gustos, lo que absolutamente cierto, nada interpretable, eran mis arrugas. ¿No soy canosa? ¿No se supone que eso me borra automáticamente de la mirada masculina? Quizá fuera la gama de colores de mi piel y mi pelo, o el hecho de que escribiera por los rincones… El asunto comenzó a imcomodarme cuando, un puñado de jóvenes y un señor entradito ya en edad (probablemente de mi quinta), tras pedir hacerse una foto conmigo puso la mano en mi hombro mientras posábamos, lo que provocó tremendas carcajadas en sus compañeros. ¿Qué estaba sucediendo? Era la cuarta vez que me lo pedían en apenas tres horas, pero en esta ocasión el asunto empezaba a perder toda su gracia.

Había olvidado el asunto de las fotografías hasta ese momento, en el que me preguntaba hasta qué punto Neelesh sabia conducir una moto. De repente no estaba paseando a una cliente sino que quería disfrutar de la potencia, el motor, la velocidad… ¡Diosmío, por qué seré escritora! No puedo evitar ver lo que es y lo que significa al mismo tiempo, ya sé que la moto es un vehículo a motor de dos ruedas pero, pero… Sé lo que simboliza. Además, mi preocupación era absolutamente realista: no llevábamos casco. En apenas un par de kilómetros pasamos por un poblado y tuvo que bajar la velocidad, lo que me permitió retomar un pensamiento que habia apartado: Que se señalara los pelos de la barba me había parecido «diáfano», no sé explicarlo de otra manera. Aquella vuelta en moto era el último capítulo de una conversación de negocios y si ahora me daba un paseo era porque yo había contribuido de alguna manera a que el asunto diera un pequeño giro de rosca.

Después de la adquisición de las sandalias le habia pagado algo simbólico en justa compensación por sus servicios como «taxista», pues no había parado de darme vueltas por tiendas, vendedores ambulantes y puestos de mercadillo hasta encontrarlas. Parecía más interesado en conseguirlas él que yo, de hecho en la tercera tiendecita ya le empecé a decir que lo dejáramos porque llevaba tres semanas buscándolas y sabia lo difícil que era. Sin embargo, como verdadero experto en noes, insistió hasta que aparecieron: un solo modelo y bien bonitas, en un rincón de una tienda de alfombras. Estaba satisfecho de sí mismo. «Ya lo dabas por perdido, no usas bien la cabeza», decía, mientras «me» llevaba la bolsita de las chanclas como quien llevara un tesoro.

Ahora que lo pienso, creo que con una parte de ese dinero también le pagaba esa lección: agotar las oportunidades antes de dar por concluido un deseo, tener confianza. El caso es que aceptó el billete con una sonrisa y, como si estuviéramos en un concurso de galanterías, me invitó a tomar un te en un «lugar precioso» al que no iban l@s guiris. Acepté, movida por la curiosidad y el agradecimiento.

image¿Cómo sería un lugar precioso sólo para hindúes? Respuesta: una caseta junto a una carretera despejada en la que servían el tradicional té con leche y azúcar, aparentemente nada distinto a lo que había visto junto a cualquier estación de tren. Tomó dos sillas de plástico dando la espaldas a la carretera y me empezó a contar a qué se dedicaba: un bailarín de danzas tradicionales que en su tiempo libre se buscaba la vida en el entorno del hotel, ofreciendo todos los servicios que se le ocurrían a los clientes, incluso lavar ropa en una lavadora o conseguir un coche de alquiler. En ese momento un avión pasó por encima de nuestras cabezas. A juzgar por su expresión, eso era lo que hacia especial el puestecito: desde allí podíamos ver cómo despegaban los aviones. Se quedó en silencio hasta que desapareció en el horizonte. Le pregunté si alguna vez había subido a alguno.

– «No».
– «¿Y a un tren?»
– «Tampoco»
– «Ni falta que te hace, vas en moto»
– «¡Si!»

Desdobló un papel de periódico y allí estaba él en una de sus actuaciones, vestido de lord Shiva. Llevaba puesto un maravilloso traje dorado, tan recargado, tan maquillado, que no sabía decir si el personaje era un hombre o una mujer. No pude evitar acordarme de la escultura que había visto esa misma mañana en una de las fachadas del templo de Chaturbhuia.

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En aquella imagen insólita Lord Shiva se funde con Parvati/Shakti para formar Ardhanasi, mitad hombre (tal y como se muestra en su lado derecho) y mitad mujer (lado izquierdo), una feliz suma en la que se ven representados los transexuales e intergénero de la India y más concretamente los hijras, personas con cuerpo de hombre que viven bajo una identidad femenina y que forman un grupo social aparte. Durante siglos se les consideró una figura de reverencia, cuya presencia en bodas y bautizos confería buena suerte y a quienes se alimentaba y agasajaba por representar la suma de ambas deidades. Ahora, como le pasa al Ganges, la creencia permanece pero es capaz de enterrar en vida a estas personas que no logran hacerse un hueco en la sociedad ni encontrar más trabajo que el de la mendicidad encubierta o los favores sexuales. Sin embargo no parece que carguen sobre sus espaldas ningún tipo de prejuicio moral, su problema es pertenecer a una clase social económicamente empobrecida, a una casta inferior.

El guarda del templo era fiel ejemplo de la aceptación del intergénero como un camino más de la vida. «La clave de todo ser humano es atender la voz interior, entregarse a ella y obrar en consecuencia. Quien toma la decisión de cambiar de sexo ha de desbloquear todos sus chacras, lo necesitan, yo puedo ayudarles, es mi trabajo espiritual. Guardo este templo, cobro por ello, lo otro lo hago porque sé que es lo que he de hacer». Luego habló del miedo de los occidentales. «Parece que las personas tienen miedo a sufrir y se cierran, pero lo que más miedo les da es abrirse y dejar que les sobrecoja ese amor que es más grande que ellas, que no pueden manejar. Abrirse a sentir mucho amor, entregarse a la vida, a su propia energía vital, les da miedo porque requiere confianza y en Occidente desconfiáis». No podía hacer más que asentir ante cada una de sus opiniones. Vivimos en una sociedad asentada en el miedo al contagio, al robo, al dolor… Las recomendaciones que encontré en Internet a la hora de hacer la mochila para viajar a la India incluían no sólo medicamentos y vacunas, sino cadenas para atar la mochila en los trenes, candados para que no entren en tu cuarto, bolsillos secretos para que no te roben el dinero, trucos para que no te timen con el cambio…

Raikwar (así es como se llamaba el guarda) y yo acordamos que las personas que se comprometen con su voz y actúan en consecuencia tienen buen karma, no importa si son transexuales u occidentales, e incluso ambas cosas. Reímos y zanjamos la conversación con la misma naturalidad con la que la habíamos empezado. Es tan fácil hablar de espiritualidad con cualquier persona desconocida en India como hablar de política en Cuba, o al menos eso es lo que a mí me sucede. Salvo con Neelesh. Cuando vi que con el dinero que le había dado me invitaba al te, me conmovió. Volví a buscar en el monedero y le dije: «Permíteme, me gustaría que invitaras a venir a este mismo lugar a tu noviecita en otra ocasión». A esas alturas él ya me había preguntado la edad y yo ya me había identificado con la sonrisa de la abuela feliz, de modo que lo hice pensando en su felicidad de todo corazón. Pero lo que sucedió fue todo lo contrario a lo que esperaba: convertirme técnicamente en su girlfriendporunahora y darme una vuelta larga en moto al caer la tarde hasta el hotel.

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En el camino fue saludando a todos los amigos con los que se cruzaba, con aire de comerse el mundo. Estaba realmente ufano. Bajó de la moto. Lo tomé como una galantería. Me acompañó hasta la puerta de la habitación con la bolsa de las chanclas en la mano. Quise entender que su galantería era «extrema», así que se lo agradecí. Esperó a que abriera la puerta. Tomé la bolsa. Le planté dos besos, uno en cada mejilla, y le retuve en el dintel. Mejor dicho, le saqué de la habitación y le mantuve en el umbral. Con mucha calma, con verdadera y auténtica ternura, le dije:

– «No es necesario que me entregues tu cuerpo».
– «No, no es necesario».
– «Bien, pues… Gracias por ofrecerlo».
– «You are welcome»

Nunca me pareció tan ambivalente aquella expresión; valía tanto para devolverme el agradecimiento como para darme el permiso de entrar en su cuerpo. Mi mente, veloz, se preguntaba cuál era el límite, qué era capaz de hacer un joven por abrirse al mundo y tomar todo ese aire que necesitaba. Mis ojos contemplaban su gesto huidizo. Igual que había aceptado mis noes durante 36 horas, recibió este enésimo con una sonrisa. Mi boca dijo: «Que seas feliz». Neelesh se dio la vuelta y dijo «see you», prestando atención a algo que sucedía al final del pasillo.

He vuelto del festival de música que se celebra estos días en la ciudad. Con los templos como parte del decorado, las bailarinas parecían reencarnar a las hermosas mujeres de frisos y fachadas. Sí, si, ya sé, podía haber tenido un bailarín para mí sola. Estaba en el reino de Eros. Mi habitación da a los templos en los que Shiva y Parvati llevaban cientos de años en éxtasis continuo, recordándome que los placeres no tienen orden ni categoría y que todos pueden ser un maravilloso camino hacia la trascendencia. Todo parecía ponerse a mi disposición y obré en consecuencia. No soy hinduista, lo de meditar sigue sin swr lo mío, simplemente soy una europea que no soporta la rima fácil ni cree que un ser humano sea un souvenir. Me indigna el turismo sexual por lo que tiene de esclavitud encubierta. Que Neelesh supiera que no tenía una rupia más encima no significa que no estuviera negociando con su cuerpo. Claro que cada quien lo ofrece o lo niega por sus propias razones, no se trata de cuestionar sus criterios, pero quien me conoce sabe lo torpe que soy en las negociaciones comerciales. ¡Si aún no me he enterado si 100 rupias es mucho o es poco! Sí, es cierto, era mi última noche en el reino de Eros, técnicamente había tenido la oportunidad de cumplir una fantasía tántrica con un cuerpo grácil. Pero ya he dicho cientos de veces que no necesito adquirir sedas, ni comprar joyas, ni más transacciones que unas sandalias talla 43 hechas a mano. Y ya están en la mochila. Si, sÍ, es cierto, todo rimaba hace unas horas, tanto como un ripio de Hollywood.

Ay, ¿por qué me resultará tan poco voluptuosa la rima fácil?

(En la foto inferior, l@s dios@s abriéndose los chakras en canal, literalmente)

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De Thanatos a Eros hay 453 kilómetros

Bajo la yema de mi indice derecho está Varanasi, ciudad erigida a la muerte. Mi indice izquierdo señala Kahuraho, el rincón de la India en el que se conservan 25 templos en cuyas fachadas Shiva y Shakti gozan voluptuosamente. Estoy intentando situar en el mapa el lugar en el que se levantan estos dos universos, Thanatos y Eros. Hoy dejaré de contemplar la alegre entrega de los peregrinos a la enferma Madre Ganga, gozosos por sentir su amor terminal, y mañana seré testigo del orgasmo infinito que alcanzan las divinidades hindúes, capaces de mover durante su cópula todas las energias del universo. Reparo en el sentido: regreso de la muerte para entrar en Eros. Si al orgasmo también se le conoce como muerte chiquita es porque l@s amantes abandonan en pleno éxtasis los límites del cuerpo. Suelo explicar en mis conferencias que la razón por la que nos gusta tanto alcanzar el orgasmo es porque resucitamos.

Tras alcanzar los límites de la vida y atravesarlos, l@s amantes regresan de la pétite mort, tocad@s por la inmortalidad. Por gracia metafórica este trayecto se convertirá hoy en el regreso de un orgasmo del que nada sé pero que en algún momento hemos debido de compartir tu y yo, de lo contrario no estarías tomando asiento en este lecho de frases. Te invito a regresar conmigo. Descalcémonos. Encarámate en las palabras; cabalguemos a horcajadas sobre cada letra. Busquemos el ritmo. Inspiro Thanatos, expiras Eros. Inhalas Muerte, exhalo Amor. El regreso está a punto de comenzar. Según mi billete, el trayecto en tren durará 11 horas. Siempre he creído que el precioso camino que recorremos para acercarnos al amante debería ser similar al que tomáramos para irnos de él, tan sensual el encuentro como la despedida, Tan exquisito el trayecto de ida como el de vuelta. Si este es el caso. En algún momento que desconozco tú y yo nos tomamos, al menos, once deliciosas horas.

imageA las 07:00 de la mañana ya estaba lista para rebañar Thanatos/Varanasi. Como en esos viajes heroicos que compartimos desde hace cientos de años, mi objetivo era obtener una prenda de la muerte burlada. Si tuvieras que traer de estraperlo un fetiche que te recuerde que te encontraste con Thanatos y lograste ganarle un paso ¿qué tomarías? El mechón del cabello de la víctima habla de su ausencia, no pertenece a la muerte. Ni un diente de oro, ni un talismán hecho con sus uñas representa el fin de la materia, pues la muerte no tiene boca aunque su aliento sea frío. El elixir que podría proporcionarme el agua del Ganges es vida corrompida. Uhmmm. Sin saber aún qué encontraría, tomé mi móvil, mi cuaderno de viajes, el pequeño bloc (que uso de pizarra cuando el inglés no vale), el bolígrafo de María Eufrina, una botella de agua… y abrí la puerta de mi cuarto. Al otro lado del dintel me encontré con un mono sentado en mis zapatos.

Primera reacción: cerrarla pegando un grito, era lo último que me podía esperar. A medio camino entre la risa y el susto, volví a abrirla lentamente. El mono había tenido la decencia de seguir comiendo su manzana a un par de metros de distancia. Nos miramos, él unos segundos, yo unos minutos. Hasta ese momento le había visto saltar por los muros del callejón al que da mi ventana, junto con un par de pequeños simios mas, de modo que ya sabía su nombre: macaco Rhesus. De color marrón y cara rosada, debía medir unos 50 centímetros. Llevaba días observándoles. Son dueños de su espacio; si quieren algo lo toman, no importa si la mercancía pertenece a un humano, perro o cuervo, así de agresiva y segura es su actitud, la misma que tienen los indios a la hora de cruzar una calle. Era evidente que yo no tenia nada que pudiera interesarle, de ahí que me descartara en un instante, pero yo, como buena ejemplar de mi especie, me tomé mi tiempo.

Necesitaba elaborar tooooda la información, que a esas alturas era mucha: Aquel macaco y yo somos familia, hace 25 millones de años tuvimos un antepasado común, tal y como indica nuestra genética. Compartimos cerca del 93% de nuestra secuencia de ADN. Esta cercanía biológica es una desgracia para ellos porque la ciencia no deja de experimentar con sus cuerpos en nombre de la salud de la humanidad. Fueron enviados al espacio por la NASA en las expediciones del Apolo (años 60 y 70) y por Rusia en los 90 para ver las consecuencias que puede tener un viaje así en los seres humanos. ¿Nos desintegraríamos? No, como mucho un cáncer galopante si regresáramos de Marte. El hecho de que ya exista un simio transgénico fruto del cruce genético de un macaco y una medusa me resulta de lo más inquietante, ¿en qué estarán pensando nuestras mentes más insignes? ¿Y las ambiciosas multinacionales de la salud? Pero lo que más me había impactado era saber que en los años setenta un matrimonio de científicos norteamericanos, los Herlow, se encarnizó con ellos para constatar que una cría (un bebé) prefiere el afecto de una madre (aunque sea de felpa) antes que el alimento y que cuando nuestro «primo» Rhesus no recibe afecto al nacer y crece en el aislamiento se convierte en un adulto insociable, violento, inestable y temeroso. Para tal viaje no hacían falta las alforjas del maltrato animal.

Al cruzarme con el responsable del Paraíso le hice ver que el macaco estaba deambulando por la casa. ¿Por dónde podría haber entrado? Le sorprendió mi pregunta. «Por la puerta, por supuesto, esta también es su casa». No era su mascota sino un invitado especial, representa a Hanuman, compañero fiel del dios/rey Rama, una de las deidades más importantes de Visnú. No es que fuera el mejor amigo del hombre, pues, sino que representa al mejor amigo de la divinidad, con quien compartía jardines y aventuras. Y para terminar, mi anfitrión me dio una información preciosa para un día como el de hoy: quien había llamado a mi puerta era el protector de los enamorados, símbolo de la lealtad, el valor, la fidelidad y la amistad. ¡Comenzaba la jornada con muy buen pie!

imageComo cada mañana en la ciudad, me asomé al río. La noche anterior había decidido probar el éxtasis inmortal que ofrece el Ganga. Estaba dispuesta a sumarme de manera laica a esas genuflexiones, mantras, flores, baños y sonrisas incinerando simbólicamente algo propio que deseara que descansara en paz, algo que me hubiera acompañado toda la vida y de lo que estaba dispuesta a desprenderme. «Los actos poéticos son poderosos y este viaje nació de un rapto lírico», eso fue lo que me dije para legitimarme. Redacté una nota breve en una de las hojitas de papel hecho a mano, grueso y de dulce textura de mi pequeño bloc, un regalo para los sentidos. Con alegre determinación atravesé la multitud encabezando un privado cortejo fúnebre formado por todos mis yoes y me planté en las escalinatas más populares. He de reconocer que me despisté un poco al toparme con los peluqueros pues aquella mañana se habían multiplicado junto al río (quizá fuera por la hora) y alguno trabajaba con la radio encendida.

Enseguida recuperé el paso, al fin y al cabo en aquel ghat sólo había dos tipos de personas: quienes se entregan al Ganga y quienes fotografían la entrega. Esta vez yo iba a formar parte del primer grupo. Mi intención era quemar el papelito que llevaba en la mano y dejar que sus escasas cenizas se esparcieran sobre el río. Hasta que no me puse en situación no me di cuenta de lo primordial: no tenía fuego. Necesitaba que alguien me prestara una llamita. Si, pero ¿quién? Quizás los brahmanes o los que venden los ornamentos de flores y velas se lo tomaran como falta de respeto.

No estaba dispuesta a pedirle fuego a un extranjero como si fuera a fumarme a mi simbólico finado, eso sí que lo tenía claro. Así que me dirigí a un vendedor de té y le pedí que encendiera mi papel con su carbón encendido. No es que fuera muy glamuroso pero bueno. Para mi sorpresa le pareció que aquello era una falta de respeto para mi papel y sacó una cerilla de su arrugada cajita. La encendí casi pidiendo excusas por mi falta de sensibilidad y en el mismo instante en el que acerqué la llama al papel… se apagó. Sorprendido ante mi torpeza, el vendedor tomó otra y prendió un borde de la hojita con la destreza de quien sabe manejar el fuego. Descendí lenta y cuidadosamente los escalones.

No contaba con el que el papel hecho a mano arde con más dificultad. Además, soplaba una ligera brisa. No son excusas. A cuatro escalones de la orilla volví a quedarme sin fuego. Ok, lo admito, soy una apagafuegos, deberia ficharme el cuerpo de bomberos. Eso era lo de menos. Lo importante era que mI muertito simbólico estaba ridículamente a medio consumir entre mis dedos, no podía darlo por bueno. Tenia que rematar a aquello de lo que estaba dispuesta a despedirme, ya no sé si con mucho amor pero desde luego con mucho empeño. Sin que le hiciera falta abrir la boca, el brahmán que me estaba observando me señaló con un gesto al vendedor de flores y velas y, obediente, le pedí una cerilla. Repetí la operación, esta vez la llama se apagó nada más encenderla. De nuevo fue el vendedor quien tomó la iniciativa.

Lo que antes apenas ardía en mis manos se convirtió en unos segundos en una incipiente bola de fuego que solté soplando las yemas de mis dedos con la mala pata de que fue a parar a las zapatillas de plástico de una niña a la que sumergían fervorosamente en el agua. Por temor a que se deshicieran bajo mi pequeña pira funeraria como los haces de madera que había visto en los crematorios, empujé los restos de las ascuas con la punta del pie hasta lograr que salieran volando para terminar en el muslo de un hombre que salía de su baño con expresión beatífica. Al notar la quemadura abrió los ojos y aplastó lo que quedaba de mi ofrenda de dos manotazos creyendo que era el mordisco de un insecto. Pedí disculpas una y otra vez a todo el mundo, incluido a mi metafórico muerto, y cuando todo volvió a la calma me pregunté si esa ceremonia no habría servido más bien para devolver a la vida aquello que querría haber enterrado e imaginé por un instante su venganza, persiguiéndome por los siglos de los siglos a manotazos, amén.

imageRegresé a mi orden del mundo y seguí la corriente en dirección hacia el sur para volver a encontrarme con la única pintada con la que me he topado en Varanasi en la que se hace mención abiertamente a la salud del río. Me senté y sonreí al Ganges, lejos de los ritos y los turistas. Fui de la contemplación a la memoria y pensé en las guerras del agua. Volví a recordar el movimiento campesino encabezado por Mylamma, que tras varios años de duras luchas con decenas de personas detenidas, heridas y encarceladas, acabó con la expulsión de la fábrica Coca-Cola de Plachimada (al sur de la India) en el año 2004. Con su abusiva extracción para elaborar bebidas refrescantes y agua embotellada, la multinacional había contaminado gravemente las aguas y los campos de las poblaciones vecinas hasta desecar el pantano que alimentaba los pozos y canales de los arrozales. Un año después, el 20 de enero de 2005, 100.000 manifestantes participaban en cadenas humanas que rodearon las 40 fábricas que esta multinacional y la de Pepsi tienen en la India. Exigían que se marcharan del país y dejaran de perjudicar al medio ambiente de sus comunidades. Fruto de estas manifestaciones es la llamada “Declaración de Plachimada” en la que se afirma que “…el agua es la fuente de vida. Es un don de la naturaleza y pertenece a todos lo seres humanos. Todos los intentos de privatizar y comercializar el agua son actos criminales a los que debemos oponernos”.

Las mujeres de todo el planeta tenemos un papel muy activo en la defensa del agua, aunque los líderes suelan tener nombre de varón. Las mujeres indias del valle del Dun son un claro ejemplo. Muchas de ellas son miembros del histórico movimiento Chipko que en los ochenta impidió la tala masiva de bosques en una zona del Himalaya a base de abrazarse a los árboles y no soltarse de ellos por mucho que llegaran las excavadoras. Contagiadas por su ejemplo, las del Dun resistieron en su defensa del agua aún tras ser apaleadas salvajemente por hombres armados del lobby minero. Su compromiso obligó a las empresas de la región a cerrar en unos pocos meses 53 de las 60 canteras que dañaban gravemente los recursos hídricos del valle. Los ríos nacen de los bosques, de las tierras de labranza que respetan el curso de las aguas profundas, de la lluvia encauzada con métodos respetuosos… Y de repente me invadió una ola de amor infinito por el Ganges y quienes lo cuidan, por el Ebro y quienes pelean por él, por las personas con quienes comparto la pasión por los ríos como Giacommo D’Stefano, capaz de unir a remo Londres con Estambul para recordar la importancia del agua viva.

Tardé en darme cuenta que a pocos metros de mí había otra persona postrada ante su cuaderno, mirando igualmente el rio, de forma acompasada, de fuera adentro. Contemplé su contemplación, fui de su éxtasis al mío en un hermoso bucle. Era un pintor mirando la otra orilla, intentando captar lo invisible. Dos niños comenzaron a volar las cometas a nuestro lado; su sedal era tan largo que parecían acariciar la arena que se levantaba en la otra vega. Observé sus alegres tirabuzones aún embriagada por el amor fluvial. Así debía ser el baile de Shakti, la deidad hindú que representa el néctar/veneno que permite atravesar la oscuridad o ser devorado por ella, el viaje que libera o encadena, el rayo que ilumina, el éxtasis, la potencia generatriz, el fuego en el que deseamos arder y que sin embargo tememos, lo que no podemos controlar porque formamos parte de ello: la vida en una plenitud amorosa capaz de abarcarlo a todo. Ahí estaba, fundiéndose con el aliento, penetrando los sentidos, enhebrando los poros, yendo de la orilla de los muertos a la orilla de los vivos, principio y fin… Mirábamos el rio con embeleso mientras Shakti jugaba con los alegres tirabuzones de esos pedacitos de tela, más tarde yo escribí «cometa» y el pintor trazó algo azul en su cuaderno. Uno de los niños trajo para sí su azul y se fue a hacerlo volar a otro sitio.

imageAntes de partir le hice una foto y me acerqué a ver qué dibujaba. Nos mostramos las imágenes entre sonrisas cómplices. De repente me di cuenta de algo: Una imagen no es material, sólo su soporte. Como la muerte, una imagen apela, interpela, es ubicua, congela el tiempo, deshace el espacio. ¿No poseen nuestras humildes fotografías, lienzos, collages, películas, documentales… una inmortalidad que nos es negada? ¿Es por eso que nos fascinan? Nunca había contemplado mis fotos desde este lugar. Ahora eran un amuleto capaz de representar la muerte burlada.

Llegué a la estación de tren con tiempo, me gusta contemplar las pequeñas historias que suceden. Observé, leí, escribí, pelé un par mandarinas y tiré las mondas en la primera papelera que he visto en India, jugué con mis tres nueces (la de la vida, la del amor, la de la muerte), tomé un té, cambié de asiento, escudriñé mi billete como si fuera a desvelarme algún secreto: 453 Kms, 11 horas. He leído decenas de técnicas sobre cómo alargar el camino hacia el orgasmo. 660 minutos durará este regreso de Thanatos a Eros, de Varanasi a Kahuraho. ¿Cómo será este tren? ¿Sabrán sus viajeros en qué túnel del tiempo van a entrar? ¿Cuál es mi equipaje? Me alegré por estar aquí para contarlo.

Pensé en las deidades que cosen la India y en el derroche de espiritualidad que permite que un té compartido pueda ser el punto de apoyo de una conversación trascendente y al mismo tiempo contingente. Quienes contamos historias sabemos que es más fácil memorizar el nombre de una persona que el de un concepto. Al ser humano le cuesta mucho menos identificarse con lo que le ocurre a otro de sus semejantes que empatizar con una idea, por conmovedora que sea. No hay nada que mejor se mantenga en el recuerdo que un valor encarnado por un hombre o una mujer, magníficos ejemplos de lo que significa la bondad, por ejemplo, o el amor, o la valentía… Por eso las narraciones orales están protagonizadas por héroes y heroínas capaces de atravesar la oscuridad, ganar el amor, vencer la muerte…

Los primeros textos de la historia de la humanidad, esos que en tantas ocasiones las religiones consideran fundacionales, no son más que recopilaciones de miles de años de historias transmitidas por vía oral. Era la única forma de compartir con nuestros semejantes los secretos sobre la vida, sus peligros y alegres recovecos. Los textos fundacionales hablan sobre el poder del agua de lluvia o sobre la capacidad conmovedora de todos los bailes, el de la pluma al caer del nido o el de las estrellas atravesando fugazmente el firmamento, aunque suelan recurrir al magnífico truco narrativo de inventar un hombre y una mujer que pueda llevar a la práctica el conocimiento adquirido. Sabiendo el poder ejemplificador, las élites que manejaron el lenguaje escrito repartieron roles, adaptaron tramas, crearon personajes principales y secundarios. Quien lea estos textos fundacionales encontrados en diferentes momentos y puntos del planeta comprenderá que están sostenidos por un aliento común: el silencio que puede alcanzar un ser humano ante la indescriptible presencia de la vida.

Vengo de Thanatos, voy a Eros, el baile al que se refiere la ancestral cultura de la India, esa que tan profusamente expresan las fachadas de los templos de Thanatos, no pertenece a hombres ni a mujeres, por héroes, heroínas o dios@s que parezcan. Se trata de pl baile de la vida envolviendo «aquello» que permanece, una amorosa danza (en el último verso de La Divina Comedia Dante escribe l’amor che move il sole e l’altre stelle, el amor que mueve el sol y las demás estrellas) que logra que todo «lo constante» adquiera múltiples formas. Por eso los minerales de esa montaña y las sales de este océano me constituyen, como líquidas son mis venas y los ríos y el macaco Rhesus y yo compartimos las hélices de nuestros genes hasta hacer que prefiramos un abrazo a una opípara cena, por eso sanan los platos de arroz con sonrisas. El día en el que la ciencia incorpore el amor en sus fórmulas l@s científic@s habrán encontrado, al fin, la ecuación universal que están buscando.

imageAquel tren que entraba en el andén debía ser el mío. Nada más ponerme en pie apareció ante mí una elegante res que dejó como una patena lo que había en el interior del cubo. Subí. A los pocos minutos entró en el compartimento una joven preguntando si la suya era la litera superior (donde en el anterior viaje cabían cuatro ahora habían seis, tres en cada lado). Arrancamos. Nos presentamos.

Clarissa lleva 10 años viajando en solitario por el mundo, sin regresar a la casa de la que partió. Apenas llevamos cinco minutos juntas y ya le pregunto abiertamente qué hace con el amor. Levanta las cejas y sonríe: «Los hombres que encuentro, los viajeros como yo, o son jovencitos que apenas han comenzado a buscar o, si ya han alcanzado mi edad les suelen suceder tres cosas: tienen miedo de esa energía porque creen que les llevará por delante, están dolientes porque cayeron de su grupa y no se fían de sus propios «poderes» o mantienen el curso de su vida esperando a que el fulgor llegue a visitarles olvidando que todas las noches las estrellas brillan en el firmamento. Les cuesta asumir que cuando digo que para mí el amor es pura vida, digo la verdad. Es el flujo que me lleva, la razón por la que viajo. Creen que el amor ata cuando a mí precisamente me sucede lo contrario. Aún así amo y soy amada porque es inevitable».

Inevitable, si, como los rios desembocan en el mar. Comenzó el baile.

Es de noche en la otra cara de la luna llena

Llevo tres dias viviendo en un hostal llamado Paraiso a orillas de un río moribundo. A 850 metros de mi cama arden los muertos en un fuego que nunca se apaga, el principal crematorio de Varanasi. Tampoco parecen descansar los barqueros, que de día y de noche se ofrecen a cruzar a la orilla vacía del Ganges. Escribo junto a un río desterrado por las creencias y las ambiciones que no logra despertar con sus bocanadas a l@s miles de sonámbul@s que nos asomamos a su orilla cada dia movid@s por la fe o la curiosidad. Es tan ruidoso el desencuentro entre lo real y lo ilusorio que he tardado tres noches en entender qué estaba haciendo yo allí, en medio de tantos relatos sacros y profanos. Anoche me di la primera respuesta: estoy acompañando a la muerte al Ganges. Su defunción es la nuestra.

Mis tripas empezaron a retorcerse a pocas horas de llegar aquí. No debí aceptar ese té en el tren. Para quien, como yo, viaja con la presencia del amor en sus cuadernos esa frase adquiere una dimensión importante. ¿Cuántos espacios cierra a los encuentros, al contacto, al intercambio de afectos, una sociedad contaminada? El malestar impididió que prestara demasiado atención a este asunto. No sé si la enfermedad espanta la felicidad (quizás dependa del talante, la cultura y las creencias) pero de lo que estoy segura es que dificulta el pensamiento.

De cualquier manera, el estado de mis vísceras carecia de importancia; me sucedía lo previsible. Incluso me hacia gracia. Para cualquier habitante de la India un/a guiri es alguien que camina con la tripa suelta. Me parto el pecho cada vez que lo pienso, me permite observar con nuevos ojos la tribu a la que pertenezco: L@s europe@s biennutrid@s solemos ir con una botella de agua en la mano y una cámara de fotos al cuello sin saber dónde posar los ojos y con el culo muy pero que muy apretao. Reír sola en un lugar en el que nadie te conoce es doblemente liberador.

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Varanasi si si

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(El tráfico a la etrada al mercado de Dasmashwamedth)

No pensaba quedarme pegada a la taza del WC. Acababa de llegar a la ciudad a la que cientos de personas llegan cada dia en peregrinación para rendir sus honores a la Madre Ganga. Tal es su adoración que su máximo deseo es morir en sus brazos. Sin dilación dejé mis pertenencias en el Paraiso y me puse a caminar por el paseo empedrado que enlaza los famosos ghats (escaleras que dan al río) de Varanasi.

Si tuviera que dibujar el recorrido de mis primeras 12 horas en la ciudad trazaría una espiral en el papel cuyo eje sería el hotel, por supuesto, pero no por lo que parece, o no sólo por eso: No contaba con el abrumador bullicio del zoco, una calle de dos sentidos plagada de puestecillos, tenderetes, vendedor@s ambulantes, vacas, mendig@s, tuk-tuks, perros, peregrin@s, turistas, policias, buscavidas, shadus (ascetas)… Un verdadero río de gentes que desemboca en el ghat más cercano a mi cuarto: Dasaswaweth. En esa confluencia, cada tarde, al caer el sol (una bola roja en un cielo constantemente gris), cinco brahamanes realizan la ceremonia del fuego (Ganga Aarti) en honor al Ganges, entre otras deidades que representan a Shiva. Durante una hora realizan una coreografía sacra bajo el repicar constante de campanillas y cánticos. En el ritual  están presentes objetos que simbolizan el espacio, el viento, la luz, el agua y la tierra.

Antes de subir los empinados escalones que me devolvían a casa, saludé por enésima vez a Mr Sharan, un sonriente lector de manos-astrólogo-naturópata. Me ofreció asiento. Lo tomé. Cruzamos a penas dos palabras y nos pusimos a mirar al frente, es decir, al río y sus gentes.

Aquella noche no pude dormir. Eramos demasiados en la misma cama: los torcijones, el cansancio, el hambre, esa extraña sensación a la que no lograba poner nombre… Me dije que todo el agua que había comprado no ha servido para nada, entre otras razones porque discurre limpiamente muerta por mi garganta. Este líquido transparente que me ofrecen las multinacionales en sus contaminantes botellas de plástico no alimenta, apenas nutre mis intestinos, sólo me sacia… Y, además, es una de las razones de la muerte de los ríos. Creo que no pude conciliar el sueño porque me había topado con una verdad que me resultaba insostenible: Lo quisiera o no lo quisiera, también formaba parte de la herida del Ganges.

imageAl dia siguiente estaba en pie a las cinco de la mañana. Había leído que a esas horas l@s creyentes acuden al rio a presentarle sus respetos. La convivencia con Mahalaksmi me había entrenado en largos rituales afterhours, jugaba, pues, con ventaja. Por otro lado, lo bueno de no poder dormir es que no tienes que hacer el esfuerzo de madrugar. Y encima había tomado una decisión saludable: ponerme en manos de la mujer que había encontrado pegada a la cocina en cada una mis espirales en torno al Paraiso. Arroz y sonrisas, la alianza de las mujeres nunca me ha fallado. Antes de que probara un bocado ya había resuelto mi problema, así que me comporté como tal; el cuerpo pareció entenderlo porque cesaron los retortijones. Aún así, me puse en camino más lentamente que de costumbre.

Pensar al ritmo de los pasos es una cadencia hipnótica. En ese momento no me di cuenta que mis pies empezaron a meditar por su cuenta.

No daba crédito. ¡El bullicio seguía allí, impertérrito, frente al río! Sus protagonistas oraban, encendían velas, lanzaban flores al agua, untaban sus frentes con ceniza de sándalo, entraban en el agua, cruzaban el rio en barca… L@s vendedor@s ofrecían todo lo necesario, incluidas botellas vacías en las que llevarse un pequeño pedazo de Ganga. A medida que amanecía la actividad se transformaba sin perder su frenesí: raparse (como parte del rito de purificación), bañarse, compartir lecturas sacras, lavar las sábanas y toallas de algún hostal (oh, ¿lo harán así en el mío?), presentar a sus hij@s, quemar a sus muertos…

Tardé casi tres horas en recorrer 800 metros. La llama «eterna» del crematorio era cada vez más nítida, sin embargo ni mi mente, ni mis sentidos, ni mi corazón, parecían inmutarse ante su presencia. Simplemente seguía caminando y saludando a quienes hacían sus tareas. Las paredes corrompidas de los centenarios palacios y templos aún daban sombra. Nadie me abordaba, yo también fluía como la lechosa lengua del Ganga. Sólo cuando me topé con la primera torre de troncos de madera comprendí que había llegado a mi destino. Si había elegido Varanasi como una de las paradas de este viaje era porque quería hablar del amor y de la muerte, sin saber muy a ciencia cierta qué quería decir al decir eso, y ahí estaba, a las puertas de la muerte…

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A la vuelta de la siguiente curva apareció El Manikarnika Ghat, el principal crematorio de Varanasi. Me sorprendió que no me causara ninguna impresión, que el olor no me echara para atrás, ni el morboso espectáculo del que había leído tanto. Simplemente veía lo que veía: vacas comiendo flores marchitas, hombres encendiendo o apagando ascuas, perros esperando su turno con desgana… y basura, heces y el río.

No sé cómo lo hice, esas son las ventajas de quienes sabemos perdernos, pero de golpe me encontré en medio de una estrecha calle en la que, por imposible que pudiera parecer, podíamos ir codo con codo personas y motos entre altarcitos dedicados a Shiva, puestos ambulantes de té y tienducas de abalorios para los muertos. Tardé en darme cuenta que gran parte de aquel gentío eran los familiares de los difuntos, amén de creyentes, ascetas y hombres de negocios. Un brahmán quiso marcarme la frente con un punto naranja tras bendecirme y yo me dejé, avisando que no llevaba una rupia encima, lo cual era absolutamente cierto pues cuando salí no imaginaba que el zoco ya estaba en marcha, mi plan simplemente era pasear.

Volví sobre mis pasos. Uno de los hombres que me había visto bajar hacia el Ganges me avisó que comenzaba una de las ceremonias mortuorias. Mi falta de interés le empujó a animarme a que me acercara, asegurándome que no tenía que temer, que haría el pequeño itinerario conmigo «free, really, free». Le avisé que no tenia nada que ofrecerle. El pacto fue que no hiciera fotografías, «esto no es ninguna película, es sagrado». En medio de la explicación empezó a hablarme del karma. Me mostré interesada en saber si él creía que tenia un buen karma. Me dijo que sí. Le pregunté que cómo lo sabia. Me respondió que una prueba era que me había dicho que no me cobraría y no iba a hacerlo. Los ojos le brillaron. Había hecho la pregunta adecuada.

image(No imaginaba que al día siguiente me daría de bruces con una cremación en el ghat de Harischandra, donde son incinerados quienes no fallecen de muerte natural)

Regresé a mi refugio antes de que el sol derritiera aún más mis pasos, saludé a Mr Sharan, y me puse en manos de la mater-familia del hotel. Allí seguía ella, sentada en el pequeño espacio que distribuye las habitaciones del hogar y negocio, el dormitorio de ella y de su hija y la cocina (no la he visto salir de ese rincón en todos estos dias). Arroz, sombra y silencio, eso era lo que necesitaba.

Me tumbé, cerré los ojos. ¿Qué era lo que se escondía a mi mirada? Ya no me dolían las tripas sin embargo mi desazón iba en aumento. Lo de mi cuerpo no era nada, ese malestar no procedía del agua sino de la empatía. Ese era mi diagnóstico. Decidí leer mientras esperaba mi alimento. Quería saber más sobre las tortugas que habían introducido en esta zona del Ganga con el fin de que devoraran los restos de los cadáveres y así mantener limpias sus aguas. Quería entender por qué la ciudad no crecía en la otra orilla. Quería recordar los nombres de quienes llevaban años defendiendo la vida de este río hasta, incluso, fallecer por él… Devoré el arroz blanco como si fuera un manjar y quedé sumida en un sopor que no logró convertirse en sueño.

En una de las somnolientas espirales de aquella jornada un vendedor de cocos me presentó a un vendedor de sedas; pensé inmediatamente en Inma y acepté su ofrecimiento, avisando que sólo me dedicaría a mirar. Así fue como tercié conversación con Ajay Upadhyay, un educadísimo empresario que, en un impecable inglés, me invito a mirar telas de colores y variadas texturas. Mi amiga se hubiera perdido en los rincones, yo hice lo posible por mirar por ella pero mi trato con el vendedor tomó su propio cuerpo. Hablamos de tortugas (calcula que hace diez años que nadie las ve en el agua); de cómo el turismo hizo que los pescadores dejaran de lanzar sus redes al cada vez más exhausto rio para dedicarse a pasear a espectadores y creyentes; de cómo irrumpió el plástico en Varanasi hace apenas veinte años, cambiando la vida de la ciudad… Y de cómo tomaba él sus decisiones, incluidas las empresariales.

Le pedí que me pasara el truco. Tomé nota, literalmente. Primero he de «creer» en lo que hago, en el propósito que me mueve, en aquella razón profunda que empuja mis pasos; esa «conexión» hará que mi intuición me indique el camino. Al ver mi cara añadió una frase: «del mismo modo que al sentir que tus tripas no están bien tomas un alimento y no otro, puedes saber cuál es el camino saludable o no. Se trata de no hacerte daño. En Europa tenéis un gran problema, acumuláis opciones, estáis saturad@s, y eso no os permite escuchar vuestra voz interior».

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(El secreto del señor Uphadyay: su sastre, que no me dio su nombre)

El resto de los giros de rosca por la ciudad (las vueltas fueron cada vez más amplias) quedó impregnado de una extraña sensación de vacío. Al regresar por última vez al lecho, Mr. Sharan se ofreció a leerme el futuro. Le dije que en este momento de mi vida mi trabajo consiste precisamente en observar lo que viene. «¿Sabe? Yo soy sólo un ser humano». Sé que suena a una verdad de perogrullo pero al decir eso se me cerró la garganta. Tener tanto como para quedarnos sord@s ante nuestra propia voz incluye llenarse la agenda de obligaciones, promesas y planes. No es extraño que, desconectad@s de nuestro susurro, sintamos miedo ante el porvenir. Si esa situación dura mucho tiempo, si se nace en medio de la saturación, si tememos a quedarnos a solas con eso que creemos que es un hueco, la desazón se vuelve tan insostenible que buscamos la calma en el lugar inadecuado: más ruido para no oír ese susurro que ahora en vez de escuchar, tememos. Miedo a que su arrolladora y constante voz nos obligue a mirarnos de frente y tener que asumir lo que ya sabemos.

Al fin dormí. Al tercer despertar en Varanasi mi cuerpo al fin me permitió trazar una larga ruta con los pies, como si fueran la punta de un lápiz en un cuaderno recién estrenado. Al fin callejeé y comí en un restaurante. El Ganges se está muriendo pero también sé que hay personas como Rajendra Singh que han logrado recuperar ríos en este país trabajando con residentes locales y sus conocimientos ancestrales sobre la captaciön del agua de lluvia. Sé que una mujer llamada Mylamma fue capaz de impedir que Coca-Cola siguiera extrayendo 1,5 millones de litros diarios en su planta de Plachimada cuando su contrato era de 1,2 millones al año… Y sé que mis intestinos se han regulado por una suma de elementos que no eran sólo físicos. Aún no tengo una idea clara sobre qué es eso de la vida y de la muerte pero sé que las corrientes del Ganges, el aire que respiro, las semillas de los girasoles, las tormentas y los tornados, las hélices de nuestro ADN, los torcijones de mis tripas y mis paseos entre la muerte y el paraiso trazan espirales y que el arroz con sonrisas es un buen medicamento…

Ya sé que todo esto suena incoherente pero tengo una verdad en la punta de la lengua que quiere salir y que aquí sigo, esperando a que diga su nombre.

He encontrado un rincón en el que escribir esta crónica. Llevo un buen rato ante la pantalla, sin saber por dónde empezar. De repente entra un mensaje (el local goza de un wifi intermitente). Malika me envía una declaración que Julio Cortázar hizo en 1964. En ella el escritor anima a quien le escuche a «abolir la falsa frontera entre lo ilusorio y lo tangible» para «descubrir que el paraiso perdido está ahí, a la vuelta de la esquina» y de golpe recuerdo que.. ¡Dios mío, son las 22:45 de la noche y las puertas de mi Paraiso cierran a las 23:00! Los callejones, de noche, se hacen aún más retorcidos.

imageJunto a los grandes fastos, en su minúsculo altar, este brhaman de apenas diez años llevó a cabo su ceremonia en solitario.

Como no podía ser de otra manera: hoy es luna llena en Varanasi. Mi última noche aquí.

Dormir en la calle, bañarse en la fuente, comer en el suelo

El cuerpo tiene memoria. Ha sido partir hacia el Ganges y comprobar que recuerda nuevas posturas y ejecuta con naturalidad ritos callejeros como el de encontrar un lugar tranquilo donde descansar en medio del bullicio. El camino puede ser un hogar, tal y como me enseñó el Ebro. Lo levanto al distribuir mis escasos bienes en función de las necesidades del día, hacer lo que necesito como si estuviera sola en mi habitación, caminar como quien pasea hablando consigo misma… Habito el lugar que piso como cualquiera de los que esperan en estos andenes. Aún no me atrevo a lavar mi ropa en los caños de las estaciones pero hago otras cosas, como abrir un libro, sorber el agua de coco (me estoy haciendo adicta), tomar un bolígrafo y arrancarme a escribir.

Garabatear en mi cuaderno de viajes genera interés. Cada vez que he levantado los ojos para volver al lugar en el que estaba escribiendo (es decir, cada vez salido de mi casa invisible) me he topado con una mirada detenida. No me había parado a pensar que el alfabeto bengalí tiene otros signos y que se escribe de izquierda a derecha (de ahí la espectación) aunque tampoco me he encontrado con nadie leyendo o escribiendo en la calle y sí he visto orinar, dormir, bañarse y, en breve, quizá, morirse.

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La mujer que se sentó frente a mí en el primer trayecto en tren me comentó que mis letras eran muy bonitas. Al encontrarme con su sonrisa de satisfacción me di cuenta de que llevaba largo rato observándome. Al mismo tiempo que le devolvía el cumplido (la escritura bengalí es antiquísima, tiene sus comienzos hacia el 1100 a. C.) recordé a un ser querido que nada más conocerme me pidió que le enviara un texto escrito con mi puño y letra como una sublime forma de acercamiento. Sucedió hace una vida  ¿O fue ayer?

La cadencia de la palabra escrita a mano, los trazos sensuales de la tinta en el papel, el nervio, el estado de ánimo, comprobar que el rapto deshilacha las vocales y que cuando una idea, al fin, llega, esponja el trazo. En eso me quedé pensando mientras miraba por la ventana y jugaba con mis tres nueces.

Ahora, quienes me acompañan en el tren que lleva a Varanasi me han invitado a un te. Hemos pasado las suficientes horas junt@s (más de doce) como para que se sientan en confianza y me pregunten qué hago. Me oigo decir: «Quiero escribir sobre el Ganga, qué sucede a su alrededor». Es la primera vez en estos días que no menciono en primer lugar el amor.

Mostramos nuestras cartas, la mujer que ha dormido en la litera de enfrente canta música folk bengalí en la intimidad pero sus hijos lo hacen de manera profesional. Forman parte del grupo Bolepur Bluez como guitarristas. Me muestra una canción en su móvil. ¡Me encanta! Recuerdo a la familia de Toni y su relación con la música. Lo comento con orgullo.

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Minutos después quien me interpela es la mujer que ha dormido debajo de mi litera. Su padre también escribe libros, en inglés. Precisamente está creando uno y lo lleva encima. Abre la maleta y saca un cuaderno grande en el que, con letra impecable, el hombre que nos mira en silencio cuenta una larga historia para adolescentes. Comenzó a narrarla el 23 de octubre de 2014; ahora va por el capítulo 15. Me impresiona que no tenga ni un tachón. Es evidente que no duda cuando escribe, debe de tomarse su tiempo. Le pregunto por su proceso de creación. Parece fácil y no lo es en absoluto: primero se queda en silencio para comprender de qué le toca hablar; tras escuchar su voz interior piensa qué quiere contar y el cómo le va saliendo poco a poco, casi obedeciendo a un dictado mudo. Exclamo en alto que estamos de suerte porque en ese rincón del tren somos muchas las personas creativas y lo celebramos con risas. Sangeeta (así se llama la mujer que canta) añade que por eso nunca estamos sol@s: ella viaja en diálogo con sus canciones y nosotr@s (el hombre callado y yo) con nuestros textos.

Volvemos a guardar silencio. Aún faltan un par de horas para alcanzar Varanasi y yo me he quedado con mi historia a medio escribir. ¿Qué estaba contando? Mmmm, ah, sí, que anoche, en el hotel «City Pride» de Navadwip el celador me dejó su silla al ver mi postración ante la hoja en blanco y que eso me hizo recordar que mis diálogos con la escritura levantan habitaciones a mi paso. Sin darme cuenta creo un espacio de intimidad en medio de una plaza pública. Lo aprendí hace años cuando al Ebro y a mí nos pilló la noche en medio de una ciudad en fiestas. Como hacen en la India cada día de su vida, en aquella excepcional ocasión (la primera de mi vida) me aseé en la fuente (incluidos los dientes), extendí mi esterilla en un rincón tranquilo de un parquecito y comí lo que tenía en la mochila. El mendigo del otro banco y yo éramos la excepción de la regla, me moría de pudor y de miedo a una agresión alcohólico-festiva de modo que me camuflé bajo la copa de un frondoso árbol y me puse a escribir. Cuando los fuegos artificiales dejaron de romper el cielo una pareja de enamorados que contemplaba los colores desde su ventana empezó a arrullarse. Quedé dormida entre palabras de amor, ese fue el regalo. Le hablaré al Ganges de mi Ebro.

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El río, mi río, el Ebro, mi adorado. Desde que llegué a esta tierra me siento legitimada para proclamar mi amor por los ríos. Digo en alto que les siento como si fueran seres vivos y no simples corrientes de agua y lo dan por descontado. Menean la cabeza de izquierda a derecha, asintiendo, mientras nombran a «Mother Ganga» o «Ganga Ma», como no podía ser de otra manera.

Mahalaksmi me acompañó a Navadwip. Cruzamos el Hoogly (el Ganges cambia de nombre en este tramo) en una barcaza. Al fin me asomaba a sus aguas, justo en su unión con las del Jalangi. Bajo mis pies se dibujaban claramente las dos corrientes. En el suelo de la embarcación un niño dejó de jugar para clavar sus ojos en mí.

Poco antes de despedirnos mi amiga me llevó a la orilla y allí, en el último escalón de un ghat local, se postró ante el Ganges/Ganga, presentándole sus respetos: Metió las manos en sus aguas turbias y, susurrando un mantra, se roció la cabeza. Me invitó a hacer lo mismo. Había prometido a mis herman@s que no me dejaría llevar por la espiritualidad, la basura facilitó mi rechazo. A mi lado un hombre se desnudaba con la intención de pegarse un baño sacro, es decir, entrar en el río para entregarse a él y no para Nadar. Busqué una solución negociada y mojé una mano recordándome que no se me ocurriera comer nada con ella hasta que no estuviera limpia.

De las ceremonias que he compartido con lady Mahalaksmi la que me rompió el corazón fue la que gira en torno a un arbolito flaco, de la familia de la albahaca, que se conoce como Tulasi. Antes de que el alba abra la noche (lo llaman «la hora de la bondad», el tiempo de Brahma muhurta) presentan sus respetos a esta especie de bonsai natural que a mí me recuerda a los retorcidos y generosos olivos del Barranc de Biniaraix aunque sé que para l@s devot@s se trata la representación de una diosa. No importa, veneran su existencia, lo adornan con flores, lo riegan con agua bendecida y giran a su alrededor tres veces en nutrido grupo. Contemplar a todas aquellas mujeres pequeñas envueltas en saris de colores alegres celebrando la existencia de un árbol me conmovió.

El primer verso del Isopanisad, uno de los antiguos textos sagrados del hinduismo, dice: «Dado que todas las cosas del universo están a la disposición del Señor, uno sólo debería tomar aquello que le es necesario y dejar el resto para aquellos a los que les es destinado». Hace miles de años l@s habitantes de esta tierra creían en una vida sencilla y un pensamiento elevado; este planteamiento aún resuena en sus contemporáne@s. Sí, los plásticos les devoran. Tengo que decir en su descargo que en todo el tiempo que llevo en la India no he visto camiones de basura ni contenedores y que el único reciclaje que he podido constatar es el que hacen quienes rebuscan entre los desperdicios, junto a cuervos y canes.

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No olvidaré el modo de vida de Narotam, el hijo de Mahalaksmi. Por decisión propia estudia en un Gukula, una especie de internado, en el que convive con otros estudiantes de entre 5 y 25 años. El dia en que llegué a Mayapur le tocaba hacer la comida y llegamos precisamente a la hora adecuada. Su madre me llevó a una especie de enorme cabaña sin paredes cuyo techo era un exquisito entramado de cañas de bambú y allí encontré, en el suelo, unas brillantísimas hojas de coco. Imité lo que hacían los demás: me senté con las piernas cruzadas ante la que me correspondía y esperé. Para sorpresa mía, sobre aquel recipiente natural empezaron a servirme arroz, legumbres que jamás había probado, verduras de extraños nombres… Combinadas de tal manera que estuvieran presentes los seis sabores necesarios en una comida ayurvédica: salado, dulce, astringente, amargo, picante y ácido. En la cocina ayurvédica cada uno posee su propia composición elemental única y por ello cualidades curativas específicas.

Dos días después fuimos a visitar a Narotam al centro donde estudia y hace su vida cotidiana. Fui en una destartalada bici de ruedas pinchadas que me prestaron amablemente. Recorrí un sendero de platanales y arrozales, sorteé un puñado de hermosas vacas y a su joven pastor, dejé a un lado el frondoso recinto en el que descansaban los elefantes (la tarde anterior paseaban engalanados por el centro de la ciudad) y desemboquë en una especie de pagoda en cuyas escalinatas paseaban bucólicamente un reducido número de adolescentes ataviados con saríes de color azafrán o blanco, sin costuras.

Con dulce timidez Norudam hizo de guía. Comenzó por mostrarme la cocina: un espacio diáfano al aire libre salpicado por una docena de hornos hechos de barro que encienden con las heces secas de sus propias vacas. En el almacén (separado por unos muros de caña) brillaban decenas de ollas de cobre (eligen este material por sus propiedades bactericidas) y enormes sartenes de hierro fundido (aportan nutrientes a los alimentos). En el lavadero me mostró cómo consiguen tal esplendor: limpian los utensilios con la lejía obtenida de la ceniza, es decir, sartenes, ollas, vasos y fuentes, pues las hojas de coco que usan como platos alimentan a sus elefantes y por cubiertos usan las manos. Por lo visto, tocar lo que se va a comer prepara los jugos gástricos. Me imagino a Jaume allí, seguro que harían buenas migas a pesar de las diferencias. Norudam está rehabilitando un velero con el que quisiera remontar el Ganges, después de nuestro encuentro entra en una clase de percusión…

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(Las duchas del internado, aunque, por lo que he visto, quizás debiera denominarse «externado»)

Me iba desgranando datos en la medida que le hacía preguntas: La mayoría de sus alimentos proceden de su propia huerta. Este año las vacas dan poca leche y han tenido que comprarla a otros vaqueros pero la producción de gur (azucar prensada procedente de la caña de azúcar) va viento en popa. El Gukula es autosuficiente al 80%. Me enseñó el molino en el que dos compañeros terminan de verter el meloso líquido en unos recipientes mientras yo le intentaba explicar que astrología, matemática, música y filosofía (lo que él estudia) me parecían ramas de conocimiento muy ligadas pero que en España no forman parte de una misma carrera. Haciendo equilibrios entre las rocas del sencillo jardín por el que corría un arroyo artificial llegué a las duchas, un vergel alimentado por pozos de agua subterránea.

Norudam ha elegido este modo de vida. Sí, a Jaume le gustaría… Si no fuera porque se levantan a las dos y media de la madrugada para asearse, dejar el lecho en orden y comenzar con las ceremonias a la famosa hora de la bondad, que les llevará cinco horas de dedicación cada dia de sus vidas en el centro, amén del resto de sus actividades. Ah, y porque la sexualidad es sólo bienvenida si se hace con placer y con fines reproductivos.

Dejo de escribir, mis compañeras de viaje me avisan. ¡El Ganga, al fin, se asoma por la ventanilla! De fondo, Varanasi. Comienza una nueva etapa del viaje. Del amor paso a contemplar la muerte. A ver de qué me entero.

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Oh Ganged

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Tres dias con lady Abundancia

Iniciar este viaje solicitando ayuda a Esperanza me pareció pertinente. Me dejé llevar por el azar que había puesto su nombre en mi camino. Era la primera vez que escribía a alguien que residía en la India. Encabecé el mail con entrega poética: «Estimada Esperanza, me dirijo a ti casi como si te invocara. Me fascina incluso decirte que no te conozco…» Dos días después Esperanza me contestaba facilitándome toda la información que necesitaba, como no podía ser de otra manera. Al terminar su mail me desvelaba que hacía muchos años que había cambiado su nombre por el de Mahalaksmi, que en sánscrito significa Abundancia y me ofrecía pasar unos días en su casa, situada a 100 kilómetros de Kolkata. Si en sólo dos días la Esperanza se convertía en Abundancia, ¿qué me depararía este viaje?.

Estaba esperando el taxi que me llevaría a Mayapur en la puerta de la biblioteca, revisando las fotos que había hecho a una de mis vecinas, cuando vi que una mujer envuelta en un sari blanco se acercaba a mí con paso decidido mientras decía mi nombre entre cortas carcajadas. ¡Mahalaksmi/Abundancia había venido a buscarme en persona!. Nos abrazamos. He sido su sombra durante tres días.

Tardamos dos horas en atravesar Kolkata y otras dos en alcanzar Mayapur. En total 240 minutos de volantazos, baches, cláxones, polvo y una especie de humedad tropical que pegaba la ropa al cuerpo sin que por eso sintiera calor. Presenté mis respetos a mi anfitriona, pues había realizado un total de nueve horas de viaje sólo para acogerme. De inmediato comprendí que la Abundancia es inevitablemente generosa y me complací por su compañía.

No nos conocíamos de nada, sin embargo creía ver en su rostro el de alguna mujer querida. Mientras me respondía cómo había llegado a vivir allí alguien que había nacido en Mallorca intenté identificar a qué amiga me evocaban sus ojos, su mentón, su nariz… Y llegué a la conclusión de que el rostro de lady Abundancia resumía el de muchas de las mujeres a las que amo, el color de sus ojos, por ejemplo, me evocaba a los de mi abuela María.

«¿Cuál es tu propósito en este viaje?», espetó, arrancándome de mis monólogos. Mahalaksmi cerraba las frases con una carcajada divertida, lo que teñía cada una de sus profundas preguntas de una enorme ligereza. Intenté ser lo más verdadera posible: que a la necesidad de mover el suelo que piso y a una suma de azares se había añadido la voluntad de un puñado de personas que con sus contribuciones me habían permitido comprar el billete y organizar el viaje a cambio de que cumpliera un mandato: ir y contar. Añadí que el asunto me pillaba en un momento en el que me preguntaba sobre el amor y la muerte y que había decidido vivir aquello que me ofreciera el camino. «Sé que en Varanasi contemplaré la muerte de cerca, he reservado un billete de tren para ir allí en unos días; imagino que el amor está en cada paso que estoy dando». Mahalaksmi sonrió.

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Entrada al «reino» de lady Abundancia

No dejamos de hablar ni cuando paramos a tomar agua de coco en la carretera. No sabía que mi anfitriona es devota de una rama del hinduismo, el vaisnavismo, que practica el amor a su dios y a todas sus manifestaciones, desde los seres humanos a los insectos pasando por montañas, rios y océanos. Todos, del rio Ganges al conductor que nos llevaba a Mayapur, tenemos una identidad propia y, por tanto, derechos y autonomía. Teniendo en cuenta mi particular relación con los ríos y mi vida en el mar, esa forma de relacionarse con la naturaleza me pareció de lo más sugerente. «¿Amor? ¿Cómo lo definirías?». «Desear el bien del otro sin esperar nada a cambio», recuerdo que fue una de sus frases. También dijo «Entregarse al amor» y más tarde «Confiar». Era evidente que el azar me había vuelto a colocar en la orilla adecuada.

Nada más alcanzar la entrada principal del enorme recinto amurallado en el que vive Mahalaksmi me asaltó el primer juicio: esta comunidad vive al margen de la vida cotidiana de este pueblo y sus habitantes. Decidí dejar atrás las críticas y limitarme a escuchar y comer de todos los platos que me ofreciera Abundancia, ya iría discerniendo en cada bocado. Además, el cansancio hacía mella en mí y todo era demasiado nuevo y brillante como para no dejarse llevar. Faltaban apenas unas horas para que comenzara la primavera según el calendario ayurvédico, el festejo coincidía con la fiesta en honor a Sarasvati, diosa del conocimiento y Mayapur se preparaba para la ocasión, multiplicando el ir y venir de fieles, visitantes, feligreses… Miré el calendario, San Valentín debía de estar aplastando las neuronas de l@s amantes en Europa; sin duda, yo alguna prefería festejar el conocimiento y la llegada de la primavera.

Le dije: «Seré tu sombra, haré lo que tu hagas».

No imaginaba que la jornada de Lady Abundancia comenzaba a las O3:30 de la madrugada.

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Y aquel sábado, primer dia de primavera,  también salieron a celebrarlo los elefantes

A las 04:30 ya estábamos en el templo haciendo reverencias a las imágenes de su dios, sus maestros, el fundador de esta escuela vaisnavista… No es la primera vez que participo en rituales religiosos de diferentes credos, dispares en geografía y culturas, de modo que lejos de enredarme en prejuicios fui preguntándome dónde había visto antes esto y aquello, al tiempo que lo relacionaba con mis inquietudes narrativas. Por ejemplo, la importancia del ritmo, las repeticiones y la danza a la hora de integrar una información. La mayoría de los ritos religiosos recurren a la repetición de palabras y al murmullo colectivo de frases más o menos entonadas o cantadas. Si la vibración que generan ciertos cánticos puede ser hipnótica, el hecho de que esa cadencia se lleve al cuerpo siempre me ha parecido revolucionaria, algo que he aprendido cuando he tratado de transmitir información a personas con problemas neurológicos. Utilizar la cadencia del cuerpo para discernir y crear en compañía ha sido una herramienta iluminadora. No es sólo mi propia experiencia, el conocimiento se abre a este tipo de nuevas prespectivas, de hecho ya existen ramas de la ciencia utilizan las ondas de los sonidos para sanar ciertas enfermedades.

Tenia varias ventajas para no entrar en debates mentales, es decir, para hacer lo que me han enseñado mis alumn@s: «discernir» sin palabras. La principal ventaja era mi ignorancia, no entiendo el sánscrito y aquell@s feligreses murmuraban, cantaban y bailaban sus letanías en ese idioma. Además, me chifla bailar; creo que soy capaz hasta de marcar con las caderas la música de los telediarios. Cualquiera puede imaginar en este momento mi magnífica integración en las ceremonias compartidas con Mahalaksmi. Mientras disfrutaba dando saltos con el resto de l@s devot@s y peregrin@s al son de los tambores y del cantante/orador, confirmaba que arrancar el día plantando los pies en la tierra, bailando, recurriendo al ritmo, permite tomar conciencia de nuestro lugar en relación con todo lo que nos rodea. Esta experiencia física puede llevarse a otras esferas, por ejemplo las narrativas: L@s poetas saben que si caminan mientras dicen en alto el poema permite que este crezca a su libre albedrío y que si canturrean mientras mueven los pies en busca de inspiración pueden recordar con más facilidad cuál es el tono de su voz narrativa.

De lo que estoy hablando es de un concepto de múltiples caras llamado armonía. Cuando la armonía se comparte se puede alcanzar un estado «vibracional» que lleve al éxtasis. L@s amantes saben de esto, también lo saben quienes gozan de sensibilidad estética, que le pregunten a Teresa de Ávila o Ramón Llull en qué consiste el éxtasis místico. Mientras oraban, cantaban y bailaban, a lo largo de las cinco horas que dedican a esta labor mientras enlazan el día con la noche, observaba cómo les cambiaba el rostro a esas personas, procedentes de todos los puntos del planeta. Estaban haciendo algo muy concreto: se entregaban.

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Alzar las manos al cielo, de pura alegría, un gesto común en tantos seres humanos

En estos tres dias juntas el empeño de Mahalaksmi ha sido ponerme en contacto con otras mujeres para que hable con ellas sobre «mi propósito». Ella lo llamaba «entrevistas», pero yo tengo claro que hace años que dejé de ser «periodista» (en el sentido de que mi objetivo no es «informar» al uso, apelando a la objetividad) de modo que aceptaba cada encuentro sin pensar sobre qué hablaríamos. Este fue el resultado:
El primer día. En el parque. Me acababa de zampar una samosa vegana (una especie de enorme empanadilla riquísima) y pegaba los últimos sorbos a una tisana de hinojo. Hacía unos minutos que había terminado la charla sobre el opuesto al amor, que no es el odio sino la indiferencia. El conferenciante, por supuesto, había desarrollado esta afirmación en términos religiosos mientras que yo me había dedicado a llevar este pensamiento por otros caminos. Por ejemplo, en esta era cibernética el silencio puede ser entendido como indiferencia. ¿A dónde nos lleva esta confusión? Porque es una confusión, ¿verdad Martha?

Mahalaksmi creó un rincón de intimidad bajo un árbol. Mi interlocutora había dirigido una escuela de niñas en EEUU durante treinta años. En esta comunidad religiosa el reparto de cargos sigue dejando en un segundo plano a la mujer, ¿qué tipo de «amor» se habría dedicado a enseñar? Antes de que pudiera darme cuenta hablábamos sobre el poder, concretamente sobre la posibilidad de ejercer el liderazgo con amor. Las palabras de aquella mujer me recordaban a las que he oído en boca de mujeres como, Mabel y Mauge Cañada, fundadoras de una ecoaldea pionera en España como Lakabe (Euskadi) y maestras de un nuevo tipo de gobernanza conocida como sociocracia: un/a líder no se presenta sino que es reconocid@, su propósito (el bien común) está por encima de su cargo, conoce sus limitaciones y no las esconde, es agradecid@…

El segundo día la conversación surgió a la salida del templo, después de esas cinco horas en ayunas Haciendo todo tipo de ceremonias. Aún no puedo entender por qué no me moría de hambre. Comenzamos a charlar mientras bajábaamos las escaleras; esta vez el tema vino sólo: La había estado observando esa mañana sin saber que ella sería mi contertulia; su rostro era muy expresivo, de modo que pude observar cómo en un momento determinado debía de sentir un dolor inmenso y poco a poco lo iba transformando en arrobo. Fue fácil hablar con ella del placer que genera encontrarse con el objeto de deseo.

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Compartiendo el fuego, símbolo de iluminación.

Evidentemente, aquella devota china hablaba de un «objeto de deseo» sublime, pero sus palabras podrian formar parte de cualquier fan del discurso del Marqués de Sade y el puñado de filósof@s postestructuralistas que le redescubrieron. Tomé nota: La clave del placer estriba en el punto de partida. Si se parte del sufrimiento y la ausencia, el objeto de deseo proporcionará un placer vinculado con el alivio y la superación del dolor, lo que supondrá también un grado de sumisión entre quien sufre y quien proporciona el alivio. Estos elementos forman parte de muchos juegos eróticos y no sólo los que practican en su grado más extremo l@s sadic@s, masoquistas, l@s artistas de las ataduras sublimes (shibari)  y cualquiera que se interese por el BDSM. Pero ¿qué sucede si el punto de partida es la plenitud y no la carencia, la certeza de que el objeto de deseo compartirá lo que ya posee quien le ama? Deseo a mi objeto de deseo, yo, mujer ya satisfecha…

El tercer día la conversación giró en torno a un riquísimo plato de arroz, legumbres y verduras preparado por Lady Abundancia en su pisito. Mis interlocutoras eran tres mujeres, una francesa, una israelí y una estadounidense con enorme relevancia en la comunidad porque fue discípula directa del fundador. Teóricamente era yo la que debía de preguntar, al menos eso esperaban de mí, así que opté por un arrancar con un planteamiento sencillo: todos los seres vivos de este planeta tenemos un elemento en común: queremos amar y ser amad@s. ¿Por qué creían ellas que nos cuesta tanto encajar las piezas? Después de cuatro horas de intensas conversaciones respetuosas en las que ellas siempre buscaban pillarme en un renuncio ateo, agnóstico, «impersonalista» o algo por el estilo, rubricaron mi postulado más básico: porque no hay piezas que encajar.

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Mi ya amiga, Mahalaskmi, me acompaña hasta el último instante. Antes de que me vaya me dice con pudor: «Ya sé que no es tu credo, pero si en algún momento te sientes insegura clama en alto !Hare Krsna!, entenderán que no eres una occidental hippy en busca de experiencias sino que al menos entiendes su forma de concebir la vida». Así de generosa es la Abundancia, que me presta a su dios, lo mejor que tiene.

De Kolkata, sus blancos dientes

Las palabras son naves a las que se suben quienes las reciben, eso aprendí en los días previos a mi partida. Lo recuerdo ahora, sentada en el camastro en el que dormita Sukumar, el vigilante de este edificio. Frente a la puerta de acceso a la biblioteca hay una fuente, eje de una frenética actividad. En torno al chorro de agua (que arrancan a base de apretar una pesada palanca con ambas manos) giran ollas, ropas, cuerpos, bicicletas… Dos jóvenes pasean con sendos cepillos de dientes en la boca con gesto de desgana, la espuma blanca de la pasta se asoma por la comisura de sus labios. Un niño se asoma a la puerta; hace unos minutos le fotografié junto a su madre. Les mostré la foto, reímos, y ahora vuelve.

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Había salido a dar una vuelta por el barrio con la intención de rescatar instantes. La actividad de la calle y de mis neuronas había comenzado al amanecer. El herrero daba golpes en la pequeña fragua, los vendedores de coco desplegaban su mercancia, el carbonero blandía el martillo. Los altares con las ofrendas a la diosa Kali aún tenían las cortinas plegadas, me sorprendió que del mismo modo que les ofrecen alimento pongan a sus deidades a dormir. El día anterior ví las pequeñas esculturas cubiertas de flores frescas en varios rincones del camino.

El dia anterior, ayer. Llevo tal descontrol de sueño que mezclo los dias; o quizá sea un efecto colateral de vivir en este área de Kolkata, Kalighat, pues la diosa que le da nombre, Kali, es la devoradora del tiempo. Señora de los ciclos de la naturaleza, sus tres ojos representan el pasado, el presente y el futuro; encarna la muerte y la resurrección, el amor germinador y la violencia, destruye las apariencias que anestesian y los egos, ligada al sexo salvaje, no teme verter sangre, como madre del lenguaje levanta la espada de la verdad. ¿No quería viajar a Kolkata para discernir sobre el amor y la muerte? Pues aquí estoy; es en este lugar del mapa de la India donde el azar ha situado mi punto de acogida. Kolkata tiene 185 kilómetros cuadrados de extensión, desde luego mi suerte tiene un fino sentido del humor.

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Fue ayer, hace unas horas, que pateé el barrio hasta alcanzar el templo de esta deidad. Había leído que en sus inmediaciones se levanta el barrio rojo, el edificio en el que Teresa de Calcuta empezó a acoger enfermos terminales (Nirmal Hriday) y una intensa actividad comercial relacionada con la devoción a Kali (flores, polvos rojos y naranjas para los tilakas -los puntos que se puntan en el entrecejo-, reproducciones de la diosa, avalorios…), de modo que me preparé para el ruido, el polvo y uno de mis pequeños miedos: perderme.

Me resisto a contemplar a mis semejantes como si fueran bichos de feria hasta el último matiz: disuelvo la imagen que sugieren ciertos nombres. Mis ojos no buscarán a esos cientos de mujeres que ejercen la prostitución en condiciones infrahumanas en la zona, ni a las decenas de personas que se hacinan a las puertas de un edificio esperando a que alguien cuide sus cuerpos, ni a esos seres humanos que por haber nacido en la casta equivocada se les niegan los recursos que les permitirían tenr una vida digna. No les retraté, simplemente caminé por las calles observando su actividad. Fue tan intenso que queriendo encontrarme con el río Hoogli (descendiente del Ganges) cumplí mis malos augurios y me perdí, eso sí, sin un ápice de miedo. Me habían contado que en este país quienes se casan, invitan a la boda a las deidades benignas y las malignas para que participen en la alegría general y ninguna sienta la más mínima malicia. Antes de salir de mi residencia invité a mi miedo a desayunar… Y tan amig@s.

Lo qué sí sucedió es que alcancé el templo pateando callejuelas hasta topar con Kali Road. Las larguísimas colas de feligreses que esperaba encontrar para ver a la diosa no existían, luego me enteré que precisamente los jueves son el dia de menor afluencia. Entré por la puerta número 2, que resultó ser el acceso más cercano al templo, así que de golpe me encontré en las escaleras que dan al altar, calzada y con cara de «¿pero yo dónde he aparecido?». Un hombre me abordó, exigiendo que dejara los zapatos bajo un banquito. Era uno de esos «guias» que suelen atajar a l@s extranjer@s durante el camino, visiblemente sorprendido por verme ahí sin acompañante. Diez minutos después ya estaba fuera, con 20 rupias menos en el bolsillo (querían que les diera 500), sin que hubiera podido ver de cerca la escultura, que era lo que yo pretendïa. Por lo que sé, esta representación no es antropomórfica, aunque en las pinturas figura como una mujer de piel oscura que baila en estado de éxtasis, con la lengua fuera, luciendo un collar de cadaveras y portando una cabeza cortada en una de sus cuatro manos. En el altar del templo lo que pude ver durante unos escasos minutos fue una especie de piedra negra, ovalada, con tres ojos dorados y bajo los cuales se supone que se extiende una enorme lengua dorada.

He de reconocer que de esa representación lo que más me atrae es su lengua burlona, que no he conseguido saber qué simboliza (unos interpretan que representa a su voluntad de gozar de manera insaciable) pero que tanto me gusta sacar. Al salir de allï me preguntaba dónde quedaron los rituales de culto a esa diosa. La respuesta llegó horas después: en la calle, lejos de allí, en una de las esquinas a las que ahora me asomo. Era de noche, venía de comprar un coco en el mercado y creí que se trataba de una fiesta. Resultò ser una ceremonia que ya llevaba más de una hora en marcha. Mujeres, hombres y niñ@s cantaban y daban palmas frente a un altarcito florido. De las casucas salían de vez en cuando jóvenes con barras de incienso, mujeres con platillos con fuego encendido, que durante unos minutos presentaban sus respetos y volvían a sus quehaceres… Me invitaron a descalzarme, pintaron de naranja mi entrecejo y allí estuve durante un rato haciendo lo que tanto me gusta: bailar y bromear con l@s niñ@s.

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El taxi que espero lleva más de una hora de retraso. Me digo que esto es India. Confío. Permanezco en silencio, ligeramente separada de lo que veo. Regresa a mi cabeza una de mis últimas conversaciones en Palma: Quienes narramos construimos habitaciones en el aire que otros habitarán, deberíamos de escribir como quien invita a alguien a comer en su mesa y dormir en su cama, con cuidado, respeto y alegría, sabiendo que cada frase es una posible experiencia y, como tal, convoca a todos los sentidos.

Entiendo que tantos credos se sostengan en la palabra escrita, en textos que consideran sagrados, y que los conviertan en pilares de su fe. Los relatos son puntos de encuentro que atraviesan el tiempo y la distancia. Hay quienes se asoman a ellos y pueden percibir el silencio en el que se sostiene el pensamiento antes de ser formulado. Espero en la puerta de una biblioteca en la que recuperan uno de los textos sagrados del hinduismo y no puedo dejar de plantearme las realidades que generan los arquetipos y las heroicidades repetidas en el tiempo. Estoy en un barrio que crece bajo la influencia de un relato protagonizado por un tipo de deidad capaz de sumar el amor apasionado y la muerte violenta. Ese es el referente. Está apuntalando todas las esquinas. Aún soy incapaz de llegar a ninguna conclusión. Mi única certeza, por el momento, es que el camino empieza a estrecharse, veo acercarse la línea en la que deambularé y por no tener red, ni siquiera he traído una mosquitera.

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Llega el taxi. Fuera, una vecina me sonríe y me pide que le haga una foto. Junto a la fuente, claro. Cuando se la enseñé comprendí que me la había pedido no por ella sino porque se había dado cuenta que me apetecía hacerle fotos.

Calcuta es una bruma orgánica

Pensé que eran mis ojos o el sueño que me vencía o que el día se levantó gallego, pero no, la calima con la que arrancaba la jornada es una «forma de ser» de esta ciudad. Estoy en mi cuarto, despierto por vez primera en Calcuta/Kolkata y el cielo sigue siendo gris. En las grandes avenidas, atestadas de vehículos y seres humanos, no hay horizonte. La ciudad parece colgada de una nube.

Esperaba el impacto de los olores, algo que no ha sucedido. Mi nariz opinó sobre el asunto hace 24 horas, cuando entré en la sala de espera del Hamad Airport (Doha, Qatar) dispuesta a tomar el último avión. Había un puñado de hombres hindúes a mi derecha y unas cuantas mujeres hindúes a mi izquierda. Mi pituitaria dijo: «El aroma de la India procede de la piel», tomé asiento y me dejé envolver. Si tuviera que definirlo diría que es «orgánico», como el de las flores vencidas poco antes de convertirse en detritus, un olor a vida que incluye el nacimiento y la muerte.

Aguardé a que amaneciera, es decir, sostuve unas horas más mi estancia en los aeropuertos (en total creo que han sido 35). Nunca me han sonreido tantas personas desconocidas en tan poco tiempo. Me gasté las primeras 100 rupias en un té (un tipo llamado «malasa» que supongo que llevará mucha teína) y continué leyendo (llevo conmigo el libro de Ramiro E. Calle «Tantra»). En la tercera hoja me encuentro con esto: «El tantra sigue la senda sin senda, porque el practicante la va definiendo en su sinuoso caminar». Si tuviera que explicar a qué me refiero cuando exclamo «Vida» lo haría así.

Entre nota y nota fui devolviendo sonrisas. ¿Sería mi aspecto? ¿Acaso les parecía amable que leyera y escribiera de madrugada en medio de un aeropuerto semivacío con una sensación de paz infinita?. Ahí va otra frase del libro: «La pasión es poder; la biología es fuerza; la respiración y el sexo son potencias». La murmuré, las palabras adquieren más presencia cuando se dicen. Si las paseas, si las llevas al cuerpo, si las bailas, terminan formando parte de tí. Lo que me planteaba el libro que tenía en las manos en mi primera noche en la India es que me apoyaya en las pasiones «para dar el gran salto hacia el vacío primordial». Teniendo en cuenta que la parte narrada de este viaje es una suma de ochos y ceros, de infinitos y vacíos, la frase tiene mucho sentido e ilumina al mismo tiempo lo que ya he hecho. El éxtasis al que se refiere mi novela adquiere autonomía y se llena de certezas, por ejemplo.

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La ciudad se deshacía en los cristales turbios del auto. El taxista era flaquísimo, llevaba la cabeza cubierta por un pañuelo. Kolkata/Calcuta se despertaba, el tráfico era aún ligero. Ví a personas trabajando: dos hombres empujaban un carro hasta arriba de barras de metal, en una esquina otro hombre limpiaba la oreja de su cliente, dos mujeres colgaban la ropa en la orilla de una calle, los conductores de los tuk-tuk limpiaban sus carritos y engrasaban los ejes de las bicicletas, en los puestecitos de comida colocaban los infernillos donde iban a encender en un rato el fuego… Siempre me ha gustado lanzarme a la calle a la hora en la que los seres humanos estrenan la jornada, me parece un momento teñido de esperanza compartida. ¿Cómo nos irá el día que tenemos por delante? Una joven barría la calle de barro con una enorme escoba de ¿sorgo?.

Viajábamos en silencio. Tosió. Le regalé la pequeña bolsa de caramelos que me dieron a bordo del avión. La tomó y se la guardó sin cambiar el gesto adusto. Una hora después me dejaba en la puerta de la biblioteca en la que hoy he despertado. Me dí cuenta en los últimos metros de que se había puesto en mi piel: estaba atravesando callejuelas levantadas sobre el barro por las que probablemente me hubiera extraviado. Preguntó varias veces, dimos vueltas a la misma manzana hasta señalar con el dedo la pequeña puerta de acceso a «Gita Bhgavan», mi destino.

Ni las distancias ni las referencias que me habian dado por email hubieran permitido que llegara a este rincón sin perderme: no hubiera considerado hospital a ese edificio ni avenida a esa carretera. Le agradezco con la palabra y con los gestos su humanidad, lo hago de todo corazón a mi modo: una ligera inclinación de la cabeza, las manos en el corazón, la mirada reposada en sus ojos… Me sorprendo al ver que corresponde con los mismos códigos, añadiendo las manos juntas sobre la frente, y que también sonríe. Repetimos el gesto varias veces hasta que a él se le endulzan los ojos y yo termino riendo, feliz por llegar a «casa».

Así arrancó un amoroso día en el que la bruma se alió con el sueño haciendo más lentos mis pasos. Mis anfitriones, l@s hombres y mujeres responsables de la biblioteca en la que guardan libros de referencia de su religión, son muy amables. Sabiendo que me dedico a narrar me pasearon entre los libros con mucho respeto, considerando que valoro la palabra escrita, las hojas que sostienen los relatos, los nombres de los autores. El joven que me atendió, Sundar Gopal Das, me hablaba a sorbos, permaneciendo en silencio entre frase y frase, dándome tiempo a digerir cada información, por pequeña que fuera. Que mi lugar de acogida sea una biblioteca en la que rescatan palabras del pasado me conmueve. Sundar me indica el sitio en el que podré leer cuando quiera. Saco mi cuaderno de viajes y lo retrato junto al libro que consideran texto sagrado en esta rama del hinduismo: Bagavad-gita.

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Le pregunté a mi primer amigo en la India por los horarios de vida, dónde comer, cuánto cuesta una botella de agua… Mi único objetivo era caminar entre las gentes, mirar y dormir, sobre todo dormir. No había logrado pegar ojo en las 35 horas de viaje. Salí. Mis vecin@s me miraron con amabilidad desde las puertas de su casa. Fregaban, lavaban, ordenaban, se afanaban.

En el barrio no hay palomas sino cuervos, igualmente bellos, igualmente aves. La única miseria en la que pienso es en la nuestra. El bienestar, tal y como lo concebimos en las grandes ciudades europeas, se sostiene en estos pies de barro. Di vueltas pensando en el asunto. Caminar mejora las reflexiones. Nada de esto es exótico, no haré retratos sin pedir permiso. Dejar que sean otros sentidos los que me guien, no el de la vista; ojalá sea el sexto.

Cuando regresé, apenas una hora después, me dijeron que me guardaban algo en la habitación del último piso, reservada para sus «encuentros» con krsna. Creí que me encontraría con alguien pero lo que me esperaba era un plato con arroz, patatas del lugar, una dulce salsa de tomate también de Kolkata y unas tortas de garbanzo. No pude evitar emocionarme. La hermosa mujer de ojos garzos que encontré a mi llegada me había traido comida de su casa, la misma que tomaría su marido. Una vez más, se habían puesto en mi lugar.

Y ahora vuelvo a preguntarle a nuestro estético mundo de las apariencias que me defina qué es miseria. Me avisaron que me impactaría y así es, pero no la veo en los pies desnudos ni en los cuerpos lacerados por el hambre.

Volar hacia un dia que no llega

Antes de partir me dije que debía de recordarme cómo empezó todo esto de ir a Calcuta, la razón que propició que este azar germinase, pero no pude pararme a pensar en ello hasta que subí al avión con la lengua fuera. El vuelo de Palma había salido con tres horas de retraso y llegué cinco minutos antes de que cerraran el embarque. Mientras atravesaba Barajas de la T2 a la T4 seguía diciéndome «confía, confía, lo único que tienes que hacer es estar atenta», la frase que me repito desde hace unas semanas.

Aún con el pulso acelerado tras mi carrera por los pasillos, feliz por haber conseguido que mi mochila apenas pese 10 kilos y no tener que facturar,  tomé propiedad de mi asiento y me dispuse a mirar el menú que ofrecía la pantalla que tenía frente a mí, en el respaldo del asiento vecino. Para mi sorpresa ponían a mi disposición más de 100 películas. Entre las novedades encontré «Sufragistas».

El mercado es perverso. Extraña oferta en una compañía aérea de un país en el que las libertades de las mujeres se miden porque pueden hacer deporte, conducir y votar pero ninguna ha alcanzado nunca un cargo político.  La Sharia se impone sobre ellas: la poligamia es legal; un varón qatarí podrá casarse con una mujer no musulmana, pero una mujer no podrá hacerlo con un varón que no profese el Islam; los hijos de un qatarí con una extranjera recibirán automáticamente la ciudadanía, no así los hijos de una qatarí con un extranjero; en las herencias los hijos varones recibirán el doble de bienes que sus hermanas; ante un tribunal es necesario el testimonio de dos mujeres para igualar el de un hombre, de ahí que, pese a estar penadas por las leyes, tanto la violencia doméstica como los abusos sexuales sean relativamente habituales, especialmente contra trabajadoras extranjeras. La violación en el seno de un matrimonio no está tipificada como delito. Por lo que se refiere al contexto en el que me muevo: aunque son libres de hacerlo a partir de los 30 años de edad, normalmente no pueden viajar sin un acompañante masculino y tienen problemas para reservar por sí mismas una habitación de un hotel.

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Ahí tenía la película «Sufragistas» como punto de partida de mi viaje hacia la India, mientras despegaba verdaderamente los pies del suelo. Y fue así, viendo la recreación de aquella parte de la historia, que empecé a recordar uno de los pilares de este viaje: mi deseo de romper esas ataduras invisibles que nos hacen dividir el mundo en «lo normal» y «lo extraordinario», no querer someterme a la lógica de lo previsto, desear tomar aire, más aire, al margen de mis amores, por ellos y sin ellos; para recordarme que la libertad siempre está bajo nuestros pies, en el suelo que caminamos y en las nubes que miramos. No soy la que navega a las órdenes de nadie, aunque mi amor sea el capitán, ni soy la que espera en el sillón a que otros tomen decisiones porque en ese bendito tiempo puedo hacer otra cosa, sencillamente otra cosa. No hacía falta irme a la India para abrir la ventana y tomar aire, pero decir «Calcuta» dibujó una nueva ventana en mi edificio.

Al terminar la película, en los títulos de crédito con los que Hollywood pretende dar veracidad a los hechos narrados, no ví la mención al voto femenino en España, que sucedió en 1931 (mucho antes que en Francia, por ejemplo) tampoco recordaron que uno de los primeros países en reconocer este derecho fue Azerbaiján (en 1919) y que tras él hubo otros países musulmanes que dieron el paso: Tayikistán en 1924, Turkmenistán en 1927. Sucedió antes de que Reino Unido aceptara estas nuevas reglas de juego en 1928. Si vuelo, si sobrevuelo el Mediterráneo en dirección al Indico, es gracias al compromiso de millones de mujeres, olvidadas en su mayoria, que pelearon por una existencia digna exponiéndose, arriesgándose, muriendo. No lo olvido, lo tengo presente en mi vida, tanto como para darme cuenta de que al edificio en el que vivimos le faltan ventanas.

Me asomo por la ventanilla. La noche es densa. María me recuerda que mi partida coincide con la luna nueva. Nuevo ciclo. Vuelo hacia el Este, en busca de un dia que no habré vivido. Aquí arranca la noche cuando allí, en mi punto de destino, amanece.

El adiós de las pequeñas cosas

Los días se han vuelto mandarinas en mi mano. Cada gajo que me llevo a la boca es un último regalo, jugoso y fresco. Este es el tiempo de las microdespedidas.

Último día en el que compro almendras en el mercado.

Último día en el que saludo a la barrendera.

Último día que tomo tus manos.

Última página del libro.

Sé que también me rodean las primeras veces, pero este es el tiempo de amar lo pequeño de la vida cotidiana, sonreír a los rituales que cada día me edifican (el aceite en la piel, las zapatillas junto a la cama, la bolsa de té enredada en la cucharilla…) y comprobar que están llenos de deliciosos segundos.

No es la primera vez que viajo; en los últimos años de mi vida paso más tiempo fuera de casa que en ella, tan sólo serán 21 días, sin embargo, por alguna razón que no se explicar me envuelven las íntimas despedidas como antes no lo habían hecho. Paladeo esta dulce mandarina:

Último día en el que doy vueltas a mi taza en el desayuno.

Antepenúltimo día que duermo en tus brazos.

Último día en el que el vaho disuelve mi figura en el espejo del baño.

Penúltimo día que te respiro.

Este es el tiempo de los abrazos. Los vivo a cámara lenta: nos aproximamos, nos miramos a los ojos, sonreímos, acercamos nuestros corazones, los apretamos contra el pecho del otro, se acompasan, mejilla contra mejilla, cerramos los ojos, nos acogemos, respiramos al unísono… No hay día que no dé un último abrazo a alguien. Nunca fueron tan largos los segundos.

Este es el tiempo de las palabras de amor. Nunca dije tantas veces «te amo» con los ojos envueltos en agua, de forma profunda, honesta y verdadera, comprendiendo los matices, los sutiles hilos dorados que engarzan esta emoción. Nunca escuché con tanta atención cómo suena en la boca de otro ser humano la palabra «te amo», «te quiero», «t’estim».

Tomo lo que aparece en el camino. Nunca fui tan consciente de qué significa ser nómada, del linaje al que pertenezco. Me dejo atravesar por el viento mientras mis manos tejen.

corazón sandra corto

Voy metiendo mis pocos enseres en la mochila. Hay más cuadernos que ropa, más fetiches que medicamentos (la varita mágica de María Eufrina, la muñequita atrapasueños de Magdalena…). Sandra se presenta en casa con un cuadro lleno de sentido. La primavera es el destino, de la pequeña piedra surge un corazón rojo como una lengua. Guardo tres nueces en el bolsillo mágico; son tres como los tes que salen de las teteras árabes: el primero, amargo como la vida; el segundo, dulce como el amor; el tercero, suave como la muerte. De golpe viene a mi cabeza Miguel Hernández:

Llegó con tres heridas:

la del amor,

la de la muerte,

la de la vida.

Con tres heridas viene:

la de la vida,

la del amor,

la de la muerte.

Con tres heridas yo:

la de la vida,

la de la muerte,

la del amor. 

Jugaré con las tres nueces en la mano cuando quiera encontrar la palabra precisa.

No olvido que en este viaje observo la senda del amor y de la muerte.

Edifico la mochila mientras escucho un programa de radio que dirige la cantante Martirio (Cantes rodados) que José Luis me ha hecho llegar virtualmente. Como no podía ser de otra manera, está dedicado a las despedidas. El tema musical que elige para arrancar el programa hace que mi corazón se doble como una espiga mecida por el viento. Escúchalo, remite al viaje por el Mediterráneo, al mar en el GoOn, a los viajes compartidos y sus lazos invisibles.

Vuelven a aparecer los instantes naranjas:

Último día en el que veo caer las gotas de lluvia sobre el naranjo.

Último día en el que me quedo a solas ante el ordenador, en mi mesa.

Donde hubo carne de mandarina ahora hay luz.

No puedo planear lo que ignoro

Por mucho que organice mi estancia, la combinación de trenes y autobuses, sé que este viaje tira por tierra las expectativas. No hay nada de lo que me pueda prevenir, no hay garantías; he de conectar con la más profunda desnudez. Desperté a mitad de la noche con una frase: “La ignorancia es fuente de sabiduría, permite que nos asomemos a lo desconocido sin poner ningún tipo de barreras”. La apunté en mi cuaderno de viajes y volví a dormirme. Ayer llegó el visado. Caduca dentro de seis meses. ¿Es ese el límite?

Sigo aceptando todo lo que me ofrecen. Hoy una artista de enorme sensibilidad y corazón me ha regalado un par de cuadernos, un bolígrafo de punta especial y un lápiz. Hubo un tiempo en el que ella se sentía capaz de viajar; su libertad se quebró el día en el que sus endorfinas se negaron a seguir acompañándola. Desde entonces esos objetos aguardaban en un cajón a que les llegara el momento de contar una historia. Hoy ella ha hecho acopio de sus escasas fuerzas, ha tomado el coche y me los ha entregado. “Así viajaré contigo”. Cada uno de mis síes se convierte en un pasaje. Súbete a bordo, acompáñame…

Ayer un hombre bueno trajo dos libros a casa, consideró que podrían inspirarme. Hablamos durante horas de su viaje a la India. Nos despedimos con un abrazo sincero y consciente. Hoy he abierto el primero, ya hay párrafos que van conmigo, van conmigo. Vienen quienes no imagino, no les elijo, simplemente suben.

Poco a poco voy resolviendo las pequeñas gestiones mientras me hago preguntas circulares. La de esta mañana giraba en torno a Varanasi, la ciudad en la que el Ganges acoge decenas de ritos mortuorios cada día. La combinación de trenes limita mi estancia allí. No tengo muchas opciones: o dos días o cinco. En medio de mi monólogo entré en una farmacia que encontré en el camino. Mi intención era hacerme con un pequeño botiquín de viaje; en realidad sólo pensaba en una crema antimosquitos y algún antidiarréico. Le pedí consejo al farmacéutico. “Me voy a la India, quizá usted haya atendido antes a alguien…” No me dejó terminar la pregunta, resultó que acababa de regresar de allí.  «Quiero volver, me he quedado enamorado de un lugar: Varanasi».

Cinco días, eso es lo que me recomienda, además de que lleve suero bebible. ¿Alguna duda más?

Está bien, lo acepto, es el viaje el que me está haciendo.

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Cuido lo que imagino, lo que pienso, lo que digo, tengo la sensación que en cualquier momento algún pequeño deseo podría escapar de mis manos y venirme a saludar, de frente.

De camino a casa he intentado calmar a mis yoes más inseguros contándoles cómo veo el cuento:

Me encontré en el camino una puerta semiabierta. Me asomé a ella. Ví una habitación hermosa. El suelo era de arena, en el fondo las olas dibujaban una orilla. Entré. Mojé mis pies. El agua levantó una escalera de caracol. Subí, alegre, los primeros peldaños. A medida que avanzaba la escalera ofrecía pasillos, barandillas, ventanas, otras puertas; subí y bajé sus escalones, fascinada por lo que sucedía. Al poco tiempo me di la vuelta para contemplar la maravilla por la que estaba atravesando. Con un nudo en la garganta comprobé que los peldaños habían ido desapareciendo a medida que avanzaba. A mis espaldas sólo encontré el vacío. No había más que lo que tenía enfrente: la India y mi ignorancia. 

En esto consiste la desnudez. No tenía ni idea.

Miro las migas en el mantel. Dentro de unos días no habrá migas, no habrá mantel, no habrá espacio de seguridad ni ritos cotidianos. Como si mi biología quisiera darme la razón, el frío se instala en mis manos y en mis pies, no es muy saludable eso de ir desnuda en pleno invierno. Me voy a la cama sabiendo que todo ya ha sucedido, que la India estaba allí antes que yo.

¿De qué escribiré si ya todo está escrito?

Me quedo a solas con mi pregunta.

Bona nit.