Llevo tres dias viviendo en un hostal llamado Paraiso a orillas de un río moribundo. A 850 metros de mi cama arden los muertos en un fuego que nunca se apaga, el principal crematorio de Varanasi. Tampoco parecen descansar los barqueros, que de día y de noche se ofrecen a cruzar a la orilla vacía del Ganges. Escribo junto a un río desterrado por las creencias y las ambiciones que no logra despertar con sus bocanadas a l@s miles de sonámbul@s que nos asomamos a su orilla cada dia movid@s por la fe o la curiosidad. Es tan ruidoso el desencuentro entre lo real y lo ilusorio que he tardado tres noches en entender qué estaba haciendo yo allí, en medio de tantos relatos sacros y profanos. Anoche me di la primera respuesta: estoy acompañando a la muerte al Ganges. Su defunción es la nuestra.
Mis tripas empezaron a retorcerse a pocas horas de llegar aquí. No debí aceptar ese té en el tren. Para quien, como yo, viaja con la presencia del amor en sus cuadernos esa frase adquiere una dimensión importante. ¿Cuántos espacios cierra a los encuentros, al contacto, al intercambio de afectos, una sociedad contaminada? El malestar impididió que prestara demasiado atención a este asunto. No sé si la enfermedad espanta la felicidad (quizás dependa del talante, la cultura y las creencias) pero de lo que estoy segura es que dificulta el pensamiento.
De cualquier manera, el estado de mis vísceras carecia de importancia; me sucedía lo previsible. Incluso me hacia gracia. Para cualquier habitante de la India un/a guiri es alguien que camina con la tripa suelta. Me parto el pecho cada vez que lo pienso, me permite observar con nuevos ojos la tribu a la que pertenezco: L@s europe@s biennutrid@s solemos ir con una botella de agua en la mano y una cámara de fotos al cuello sin saber dónde posar los ojos y con el culo muy pero que muy apretao. Reír sola en un lugar en el que nadie te conoce es doblemente liberador.
(El tráfico a la etrada al mercado de Dasmashwamedth)
No pensaba quedarme pegada a la taza del WC. Acababa de llegar a la ciudad a la que cientos de personas llegan cada dia en peregrinación para rendir sus honores a la Madre Ganga. Tal es su adoración que su máximo deseo es morir en sus brazos. Sin dilación dejé mis pertenencias en el Paraiso y me puse a caminar por el paseo empedrado que enlaza los famosos ghats (escaleras que dan al río) de Varanasi.
Si tuviera que dibujar el recorrido de mis primeras 12 horas en la ciudad trazaría una espiral en el papel cuyo eje sería el hotel, por supuesto, pero no por lo que parece, o no sólo por eso: No contaba con el abrumador bullicio del zoco, una calle de dos sentidos plagada de puestecillos, tenderetes, vendedor@s ambulantes, vacas, mendig@s, tuk-tuks, perros, peregrin@s, turistas, policias, buscavidas, shadus (ascetas)… Un verdadero río de gentes que desemboca en el ghat más cercano a mi cuarto: Dasaswaweth. En esa confluencia, cada tarde, al caer el sol (una bola roja en un cielo constantemente gris), cinco brahamanes realizan la ceremonia del fuego (Ganga Aarti) en honor al Ganges, entre otras deidades que representan a Shiva. Durante una hora realizan una coreografía sacra bajo el repicar constante de campanillas y cánticos. En el ritual están presentes objetos que simbolizan el espacio, el viento, la luz, el agua y la tierra.
Antes de subir los empinados escalones que me devolvían a casa, saludé por enésima vez a Mr Sharan, un sonriente lector de manos-astrólogo-naturópata. Me ofreció asiento. Lo tomé. Cruzamos a penas dos palabras y nos pusimos a mirar al frente, es decir, al río y sus gentes.
Aquella noche no pude dormir. Eramos demasiados en la misma cama: los torcijones, el cansancio, el hambre, esa extraña sensación a la que no lograba poner nombre… Me dije que todo el agua que había comprado no ha servido para nada, entre otras razones porque discurre limpiamente muerta por mi garganta. Este líquido transparente que me ofrecen las multinacionales en sus contaminantes botellas de plástico no alimenta, apenas nutre mis intestinos, sólo me sacia… Y, además, es una de las razones de la muerte de los ríos. Creo que no pude conciliar el sueño porque me había topado con una verdad que me resultaba insostenible: Lo quisiera o no lo quisiera, también formaba parte de la herida del Ganges.
Al dia siguiente estaba en pie a las cinco de la mañana. Había leído que a esas horas l@s creyentes acuden al rio a presentarle sus respetos. La convivencia con Mahalaksmi me había entrenado en largos rituales afterhours, jugaba, pues, con ventaja. Por otro lado, lo bueno de no poder dormir es que no tienes que hacer el esfuerzo de madrugar. Y encima había tomado una decisión saludable: ponerme en manos de la mujer que había encontrado pegada a la cocina en cada una mis espirales en torno al Paraiso. Arroz y sonrisas, la alianza de las mujeres nunca me ha fallado. Antes de que probara un bocado ya había resuelto mi problema, así que me comporté como tal; el cuerpo pareció entenderlo porque cesaron los retortijones. Aún así, me puse en camino más lentamente que de costumbre.
Pensar al ritmo de los pasos es una cadencia hipnótica. En ese momento no me di cuenta que mis pies empezaron a meditar por su cuenta.
No daba crédito. ¡El bullicio seguía allí, impertérrito, frente al río! Sus protagonistas oraban, encendían velas, lanzaban flores al agua, untaban sus frentes con ceniza de sándalo, entraban en el agua, cruzaban el rio en barca… L@s vendedor@s ofrecían todo lo necesario, incluidas botellas vacías en las que llevarse un pequeño pedazo de Ganga. A medida que amanecía la actividad se transformaba sin perder su frenesí: raparse (como parte del rito de purificación), bañarse, compartir lecturas sacras, lavar las sábanas y toallas de algún hostal (oh, ¿lo harán así en el mío?), presentar a sus hij@s, quemar a sus muertos…
Tardé casi tres horas en recorrer 800 metros. La llama «eterna» del crematorio era cada vez más nítida, sin embargo ni mi mente, ni mis sentidos, ni mi corazón, parecían inmutarse ante su presencia. Simplemente seguía caminando y saludando a quienes hacían sus tareas. Las paredes corrompidas de los centenarios palacios y templos aún daban sombra. Nadie me abordaba, yo también fluía como la lechosa lengua del Ganga. Sólo cuando me topé con la primera torre de troncos de madera comprendí que había llegado a mi destino. Si había elegido Varanasi como una de las paradas de este viaje era porque quería hablar del amor y de la muerte, sin saber muy a ciencia cierta qué quería decir al decir eso, y ahí estaba, a las puertas de la muerte…
A la vuelta de la siguiente curva apareció El Manikarnika Ghat, el principal crematorio de Varanasi. Me sorprendió que no me causara ninguna impresión, que el olor no me echara para atrás, ni el morboso espectáculo del que había leído tanto. Simplemente veía lo que veía: vacas comiendo flores marchitas, hombres encendiendo o apagando ascuas, perros esperando su turno con desgana… y basura, heces y el río.
No sé cómo lo hice, esas son las ventajas de quienes sabemos perdernos, pero de golpe me encontré en medio de una estrecha calle en la que, por imposible que pudiera parecer, podíamos ir codo con codo personas y motos entre altarcitos dedicados a Shiva, puestos ambulantes de té y tienducas de abalorios para los muertos. Tardé en darme cuenta que gran parte de aquel gentío eran los familiares de los difuntos, amén de creyentes, ascetas y hombres de negocios. Un brahmán quiso marcarme la frente con un punto naranja tras bendecirme y yo me dejé, avisando que no llevaba una rupia encima, lo cual era absolutamente cierto pues cuando salí no imaginaba que el zoco ya estaba en marcha, mi plan simplemente era pasear.
Volví sobre mis pasos. Uno de los hombres que me había visto bajar hacia el Ganges me avisó que comenzaba una de las ceremonias mortuorias. Mi falta de interés le empujó a animarme a que me acercara, asegurándome que no tenía que temer, que haría el pequeño itinerario conmigo «free, really, free». Le avisé que no tenia nada que ofrecerle. El pacto fue que no hiciera fotografías, «esto no es ninguna película, es sagrado». En medio de la explicación empezó a hablarme del karma. Me mostré interesada en saber si él creía que tenia un buen karma. Me dijo que sí. Le pregunté que cómo lo sabia. Me respondió que una prueba era que me había dicho que no me cobraría y no iba a hacerlo. Los ojos le brillaron. Había hecho la pregunta adecuada.
(No imaginaba que al día siguiente me daría de bruces con una cremación en el ghat de Harischandra, donde son incinerados quienes no fallecen de muerte natural)
Regresé a mi refugio antes de que el sol derritiera aún más mis pasos, saludé a Mr Sharan, y me puse en manos de la mater-familia del hotel. Allí seguía ella, sentada en el pequeño espacio que distribuye las habitaciones del hogar y negocio, el dormitorio de ella y de su hija y la cocina (no la he visto salir de ese rincón en todos estos dias). Arroz, sombra y silencio, eso era lo que necesitaba.
Me tumbé, cerré los ojos. ¿Qué era lo que se escondía a mi mirada? Ya no me dolían las tripas sin embargo mi desazón iba en aumento. Lo de mi cuerpo no era nada, ese malestar no procedía del agua sino de la empatía. Ese era mi diagnóstico. Decidí leer mientras esperaba mi alimento. Quería saber más sobre las tortugas que habían introducido en esta zona del Ganga con el fin de que devoraran los restos de los cadáveres y así mantener limpias sus aguas. Quería entender por qué la ciudad no crecía en la otra orilla. Quería recordar los nombres de quienes llevaban años defendiendo la vida de este río hasta, incluso, fallecer por él… Devoré el arroz blanco como si fuera un manjar y quedé sumida en un sopor que no logró convertirse en sueño.
En una de las somnolientas espirales de aquella jornada un vendedor de cocos me presentó a un vendedor de sedas; pensé inmediatamente en Inma y acepté su ofrecimiento, avisando que sólo me dedicaría a mirar. Así fue como tercié conversación con Ajay Upadhyay, un educadísimo empresario que, en un impecable inglés, me invito a mirar telas de colores y variadas texturas. Mi amiga se hubiera perdido en los rincones, yo hice lo posible por mirar por ella pero mi trato con el vendedor tomó su propio cuerpo. Hablamos de tortugas (calcula que hace diez años que nadie las ve en el agua); de cómo el turismo hizo que los pescadores dejaran de lanzar sus redes al cada vez más exhausto rio para dedicarse a pasear a espectadores y creyentes; de cómo irrumpió el plástico en Varanasi hace apenas veinte años, cambiando la vida de la ciudad… Y de cómo tomaba él sus decisiones, incluidas las empresariales.
Le pedí que me pasara el truco. Tomé nota, literalmente. Primero he de «creer» en lo que hago, en el propósito que me mueve, en aquella razón profunda que empuja mis pasos; esa «conexión» hará que mi intuición me indique el camino. Al ver mi cara añadió una frase: «del mismo modo que al sentir que tus tripas no están bien tomas un alimento y no otro, puedes saber cuál es el camino saludable o no. Se trata de no hacerte daño. En Europa tenéis un gran problema, acumuláis opciones, estáis saturad@s, y eso no os permite escuchar vuestra voz interior».
(El secreto del señor Uphadyay: su sastre, que no me dio su nombre)
El resto de los giros de rosca por la ciudad (las vueltas fueron cada vez más amplias) quedó impregnado de una extraña sensación de vacío. Al regresar por última vez al lecho, Mr. Sharan se ofreció a leerme el futuro. Le dije que en este momento de mi vida mi trabajo consiste precisamente en observar lo que viene. «¿Sabe? Yo soy sólo un ser humano». Sé que suena a una verdad de perogrullo pero al decir eso se me cerró la garganta. Tener tanto como para quedarnos sord@s ante nuestra propia voz incluye llenarse la agenda de obligaciones, promesas y planes. No es extraño que, desconectad@s de nuestro susurro, sintamos miedo ante el porvenir. Si esa situación dura mucho tiempo, si se nace en medio de la saturación, si tememos a quedarnos a solas con eso que creemos que es un hueco, la desazón se vuelve tan insostenible que buscamos la calma en el lugar inadecuado: más ruido para no oír ese susurro que ahora en vez de escuchar, tememos. Miedo a que su arrolladora y constante voz nos obligue a mirarnos de frente y tener que asumir lo que ya sabemos.
Al fin dormí. Al tercer despertar en Varanasi mi cuerpo al fin me permitió trazar una larga ruta con los pies, como si fueran la punta de un lápiz en un cuaderno recién estrenado. Al fin callejeé y comí en un restaurante. El Ganges se está muriendo pero también sé que hay personas como Rajendra Singh que han logrado recuperar ríos en este país trabajando con residentes locales y sus conocimientos ancestrales sobre la captaciön del agua de lluvia. Sé que una mujer llamada Mylamma fue capaz de impedir que Coca-Cola siguiera extrayendo 1,5 millones de litros diarios en su planta de Plachimada cuando su contrato era de 1,2 millones al año… Y sé que mis intestinos se han regulado por una suma de elementos que no eran sólo físicos. Aún no tengo una idea clara sobre qué es eso de la vida y de la muerte pero sé que las corrientes del Ganges, el aire que respiro, las semillas de los girasoles, las tormentas y los tornados, las hélices de nuestro ADN, los torcijones de mis tripas y mis paseos entre la muerte y el paraiso trazan espirales y que el arroz con sonrisas es un buen medicamento…
Ya sé que todo esto suena incoherente pero tengo una verdad en la punta de la lengua que quiere salir y que aquí sigo, esperando a que diga su nombre.
He encontrado un rincón en el que escribir esta crónica. Llevo un buen rato ante la pantalla, sin saber por dónde empezar. De repente entra un mensaje (el local goza de un wifi intermitente). Malika me envía una declaración que Julio Cortázar hizo en 1964. En ella el escritor anima a quien le escuche a «abolir la falsa frontera entre lo ilusorio y lo tangible» para «descubrir que el paraiso perdido está ahí, a la vuelta de la esquina» y de golpe recuerdo que.. ¡Dios mío, son las 22:45 de la noche y las puertas de mi Paraiso cierran a las 23:00! Los callejones, de noche, se hacen aún más retorcidos.
Junto a los grandes fastos, en su minúsculo altar, este brhaman de apenas diez años llevó a cabo su ceremonia en solitario.
Como no podía ser de otra manera: hoy es luna llena en Varanasi. Mi última noche aquí.