Bajo la yema de mi indice derecho está Varanasi, ciudad erigida a la muerte. Mi indice izquierdo señala Kahuraho, el rincón de la India en el que se conservan 25 templos en cuyas fachadas Shiva y Shakti gozan voluptuosamente. Estoy intentando situar en el mapa el lugar en el que se levantan estos dos universos, Thanatos y Eros. Hoy dejaré de contemplar la alegre entrega de los peregrinos a la enferma Madre Ganga, gozosos por sentir su amor terminal, y mañana seré testigo del orgasmo infinito que alcanzan las divinidades hindúes, capaces de mover durante su cópula todas las energias del universo. Reparo en el sentido: regreso de la muerte para entrar en Eros. Si al orgasmo también se le conoce como muerte chiquita es porque l@s amantes abandonan en pleno éxtasis los límites del cuerpo. Suelo explicar en mis conferencias que la razón por la que nos gusta tanto alcanzar el orgasmo es porque resucitamos.
Tras alcanzar los límites de la vida y atravesarlos, l@s amantes regresan de la pétite mort, tocad@s por la inmortalidad. Por gracia metafórica este trayecto se convertirá hoy en el regreso de un orgasmo del que nada sé pero que en algún momento hemos debido de compartir tu y yo, de lo contrario no estarías tomando asiento en este lecho de frases. Te invito a regresar conmigo. Descalcémonos. Encarámate en las palabras; cabalguemos a horcajadas sobre cada letra. Busquemos el ritmo. Inspiro Thanatos, expiras Eros. Inhalas Muerte, exhalo Amor. El regreso está a punto de comenzar. Según mi billete, el trayecto en tren durará 11 horas. Siempre he creído que el precioso camino que recorremos para acercarnos al amante debería ser similar al que tomáramos para irnos de él, tan sensual el encuentro como la despedida, Tan exquisito el trayecto de ida como el de vuelta. Si este es el caso. En algún momento que desconozco tú y yo nos tomamos, al menos, once deliciosas horas.
A las 07:00 de la mañana ya estaba lista para rebañar Thanatos/Varanasi. Como en esos viajes heroicos que compartimos desde hace cientos de años, mi objetivo era obtener una prenda de la muerte burlada. Si tuvieras que traer de estraperlo un fetiche que te recuerde que te encontraste con Thanatos y lograste ganarle un paso ¿qué tomarías? El mechón del cabello de la víctima habla de su ausencia, no pertenece a la muerte. Ni un diente de oro, ni un talismán hecho con sus uñas representa el fin de la materia, pues la muerte no tiene boca aunque su aliento sea frío. El elixir que podría proporcionarme el agua del Ganges es vida corrompida. Uhmmm. Sin saber aún qué encontraría, tomé mi móvil, mi cuaderno de viajes, el pequeño bloc (que uso de pizarra cuando el inglés no vale), el bolígrafo de María Eufrina, una botella de agua… y abrí la puerta de mi cuarto. Al otro lado del dintel me encontré con un mono sentado en mis zapatos.
Primera reacción: cerrarla pegando un grito, era lo último que me podía esperar. A medio camino entre la risa y el susto, volví a abrirla lentamente. El mono había tenido la decencia de seguir comiendo su manzana a un par de metros de distancia. Nos miramos, él unos segundos, yo unos minutos. Hasta ese momento le había visto saltar por los muros del callejón al que da mi ventana, junto con un par de pequeños simios mas, de modo que ya sabía su nombre: macaco Rhesus. De color marrón y cara rosada, debía medir unos 50 centímetros. Llevaba días observándoles. Son dueños de su espacio; si quieren algo lo toman, no importa si la mercancía pertenece a un humano, perro o cuervo, así de agresiva y segura es su actitud, la misma que tienen los indios a la hora de cruzar una calle. Era evidente que yo no tenia nada que pudiera interesarle, de ahí que me descartara en un instante, pero yo, como buena ejemplar de mi especie, me tomé mi tiempo.
Necesitaba elaborar tooooda la información, que a esas alturas era mucha: Aquel macaco y yo somos familia, hace 25 millones de años tuvimos un antepasado común, tal y como indica nuestra genética. Compartimos cerca del 93% de nuestra secuencia de ADN. Esta cercanía biológica es una desgracia para ellos porque la ciencia no deja de experimentar con sus cuerpos en nombre de la salud de la humanidad. Fueron enviados al espacio por la NASA en las expediciones del Apolo (años 60 y 70) y por Rusia en los 90 para ver las consecuencias que puede tener un viaje así en los seres humanos. ¿Nos desintegraríamos? No, como mucho un cáncer galopante si regresáramos de Marte. El hecho de que ya exista un simio transgénico fruto del cruce genético de un macaco y una medusa me resulta de lo más inquietante, ¿en qué estarán pensando nuestras mentes más insignes? ¿Y las ambiciosas multinacionales de la salud? Pero lo que más me había impactado era saber que en los años setenta un matrimonio de científicos norteamericanos, los Herlow, se encarnizó con ellos para constatar que una cría (un bebé) prefiere el afecto de una madre (aunque sea de felpa) antes que el alimento y que cuando nuestro «primo» Rhesus no recibe afecto al nacer y crece en el aislamiento se convierte en un adulto insociable, violento, inestable y temeroso. Para tal viaje no hacían falta las alforjas del maltrato animal.
Al cruzarme con el responsable del Paraíso le hice ver que el macaco estaba deambulando por la casa. ¿Por dónde podría haber entrado? Le sorprendió mi pregunta. «Por la puerta, por supuesto, esta también es su casa». No era su mascota sino un invitado especial, representa a Hanuman, compañero fiel del dios/rey Rama, una de las deidades más importantes de Visnú. No es que fuera el mejor amigo del hombre, pues, sino que representa al mejor amigo de la divinidad, con quien compartía jardines y aventuras. Y para terminar, mi anfitrión me dio una información preciosa para un día como el de hoy: quien había llamado a mi puerta era el protector de los enamorados, símbolo de la lealtad, el valor, la fidelidad y la amistad. ¡Comenzaba la jornada con muy buen pie!
Como cada mañana en la ciudad, me asomé al río. La noche anterior había decidido probar el éxtasis inmortal que ofrece el Ganga. Estaba dispuesta a sumarme de manera laica a esas genuflexiones, mantras, flores, baños y sonrisas incinerando simbólicamente algo propio que deseara que descansara en paz, algo que me hubiera acompañado toda la vida y de lo que estaba dispuesta a desprenderme. «Los actos poéticos son poderosos y este viaje nació de un rapto lírico», eso fue lo que me dije para legitimarme. Redacté una nota breve en una de las hojitas de papel hecho a mano, grueso y de dulce textura de mi pequeño bloc, un regalo para los sentidos. Con alegre determinación atravesé la multitud encabezando un privado cortejo fúnebre formado por todos mis yoes y me planté en las escalinatas más populares. He de reconocer que me despisté un poco al toparme con los peluqueros pues aquella mañana se habían multiplicado junto al río (quizá fuera por la hora) y alguno trabajaba con la radio encendida.
Enseguida recuperé el paso, al fin y al cabo en aquel ghat sólo había dos tipos de personas: quienes se entregan al Ganga y quienes fotografían la entrega. Esta vez yo iba a formar parte del primer grupo. Mi intención era quemar el papelito que llevaba en la mano y dejar que sus escasas cenizas se esparcieran sobre el río. Hasta que no me puse en situación no me di cuenta de lo primordial: no tenía fuego. Necesitaba que alguien me prestara una llamita. Si, pero ¿quién? Quizás los brahmanes o los que venden los ornamentos de flores y velas se lo tomaran como falta de respeto.
No estaba dispuesta a pedirle fuego a un extranjero como si fuera a fumarme a mi simbólico finado, eso sí que lo tenía claro. Así que me dirigí a un vendedor de té y le pedí que encendiera mi papel con su carbón encendido. No es que fuera muy glamuroso pero bueno. Para mi sorpresa le pareció que aquello era una falta de respeto para mi papel y sacó una cerilla de su arrugada cajita. La encendí casi pidiendo excusas por mi falta de sensibilidad y en el mismo instante en el que acerqué la llama al papel… se apagó. Sorprendido ante mi torpeza, el vendedor tomó otra y prendió un borde de la hojita con la destreza de quien sabe manejar el fuego. Descendí lenta y cuidadosamente los escalones.
No contaba con el que el papel hecho a mano arde con más dificultad. Además, soplaba una ligera brisa. No son excusas. A cuatro escalones de la orilla volví a quedarme sin fuego. Ok, lo admito, soy una apagafuegos, deberia ficharme el cuerpo de bomberos. Eso era lo de menos. Lo importante era que mI muertito simbólico estaba ridículamente a medio consumir entre mis dedos, no podía darlo por bueno. Tenia que rematar a aquello de lo que estaba dispuesta a despedirme, ya no sé si con mucho amor pero desde luego con mucho empeño. Sin que le hiciera falta abrir la boca, el brahmán que me estaba observando me señaló con un gesto al vendedor de flores y velas y, obediente, le pedí una cerilla. Repetí la operación, esta vez la llama se apagó nada más encenderla. De nuevo fue el vendedor quien tomó la iniciativa.
Lo que antes apenas ardía en mis manos se convirtió en unos segundos en una incipiente bola de fuego que solté soplando las yemas de mis dedos con la mala pata de que fue a parar a las zapatillas de plástico de una niña a la que sumergían fervorosamente en el agua. Por temor a que se deshicieran bajo mi pequeña pira funeraria como los haces de madera que había visto en los crematorios, empujé los restos de las ascuas con la punta del pie hasta lograr que salieran volando para terminar en el muslo de un hombre que salía de su baño con expresión beatífica. Al notar la quemadura abrió los ojos y aplastó lo que quedaba de mi ofrenda de dos manotazos creyendo que era el mordisco de un insecto. Pedí disculpas una y otra vez a todo el mundo, incluido a mi metafórico muerto, y cuando todo volvió a la calma me pregunté si esa ceremonia no habría servido más bien para devolver a la vida aquello que querría haber enterrado e imaginé por un instante su venganza, persiguiéndome por los siglos de los siglos a manotazos, amén.
Regresé a mi orden del mundo y seguí la corriente en dirección hacia el sur para volver a encontrarme con la única pintada con la que me he topado en Varanasi en la que se hace mención abiertamente a la salud del río. Me senté y sonreí al Ganges, lejos de los ritos y los turistas. Fui de la contemplación a la memoria y pensé en las guerras del agua. Volví a recordar el movimiento campesino encabezado por Mylamma, que tras varios años de duras luchas con decenas de personas detenidas, heridas y encarceladas, acabó con la expulsión de la fábrica Coca-Cola de Plachimada (al sur de la India) en el año 2004. Con su abusiva extracción para elaborar bebidas refrescantes y agua embotellada, la multinacional había contaminado gravemente las aguas y los campos de las poblaciones vecinas hasta desecar el pantano que alimentaba los pozos y canales de los arrozales. Un año después, el 20 de enero de 2005, 100.000 manifestantes participaban en cadenas humanas que rodearon las 40 fábricas que esta multinacional y la de Pepsi tienen en la India. Exigían que se marcharan del país y dejaran de perjudicar al medio ambiente de sus comunidades. Fruto de estas manifestaciones es la llamada “Declaración de Plachimada” en la que se afirma que “…el agua es la fuente de vida. Es un don de la naturaleza y pertenece a todos lo seres humanos. Todos los intentos de privatizar y comercializar el agua son actos criminales a los que debemos oponernos”.
Las mujeres de todo el planeta tenemos un papel muy activo en la defensa del agua, aunque los líderes suelan tener nombre de varón. Las mujeres indias del valle del Dun son un claro ejemplo. Muchas de ellas son miembros del histórico movimiento Chipko que en los ochenta impidió la tala masiva de bosques en una zona del Himalaya a base de abrazarse a los árboles y no soltarse de ellos por mucho que llegaran las excavadoras. Contagiadas por su ejemplo, las del Dun resistieron en su defensa del agua aún tras ser apaleadas salvajemente por hombres armados del lobby minero. Su compromiso obligó a las empresas de la región a cerrar en unos pocos meses 53 de las 60 canteras que dañaban gravemente los recursos hídricos del valle. Los ríos nacen de los bosques, de las tierras de labranza que respetan el curso de las aguas profundas, de la lluvia encauzada con métodos respetuosos… Y de repente me invadió una ola de amor infinito por el Ganges y quienes lo cuidan, por el Ebro y quienes pelean por él, por las personas con quienes comparto la pasión por los ríos como Giacommo D’Stefano, capaz de unir a remo Londres con Estambul para recordar la importancia del agua viva.
Tardé en darme cuenta que a pocos metros de mí había otra persona postrada ante su cuaderno, mirando igualmente el rio, de forma acompasada, de fuera adentro. Contemplé su contemplación, fui de su éxtasis al mío en un hermoso bucle. Era un pintor mirando la otra orilla, intentando captar lo invisible. Dos niños comenzaron a volar las cometas a nuestro lado; su sedal era tan largo que parecían acariciar la arena que se levantaba en la otra vega. Observé sus alegres tirabuzones aún embriagada por el amor fluvial. Así debía ser el baile de Shakti, la deidad hindú que representa el néctar/veneno que permite atravesar la oscuridad o ser devorado por ella, el viaje que libera o encadena, el rayo que ilumina, el éxtasis, la potencia generatriz, el fuego en el que deseamos arder y que sin embargo tememos, lo que no podemos controlar porque formamos parte de ello: la vida en una plenitud amorosa capaz de abarcarlo a todo. Ahí estaba, fundiéndose con el aliento, penetrando los sentidos, enhebrando los poros, yendo de la orilla de los muertos a la orilla de los vivos, principio y fin… Mirábamos el rio con embeleso mientras Shakti jugaba con los alegres tirabuzones de esos pedacitos de tela, más tarde yo escribí «cometa» y el pintor trazó algo azul en su cuaderno. Uno de los niños trajo para sí su azul y se fue a hacerlo volar a otro sitio.
Antes de partir le hice una foto y me acerqué a ver qué dibujaba. Nos mostramos las imágenes entre sonrisas cómplices. De repente me di cuenta de algo: Una imagen no es material, sólo su soporte. Como la muerte, una imagen apela, interpela, es ubicua, congela el tiempo, deshace el espacio. ¿No poseen nuestras humildes fotografías, lienzos, collages, películas, documentales… una inmortalidad que nos es negada? ¿Es por eso que nos fascinan? Nunca había contemplado mis fotos desde este lugar. Ahora eran un amuleto capaz de representar la muerte burlada.
Llegué a la estación de tren con tiempo, me gusta contemplar las pequeñas historias que suceden. Observé, leí, escribí, pelé un par mandarinas y tiré las mondas en la primera papelera que he visto en India, jugué con mis tres nueces (la de la vida, la del amor, la de la muerte), tomé un té, cambié de asiento, escudriñé mi billete como si fuera a desvelarme algún secreto: 453 Kms, 11 horas. He leído decenas de técnicas sobre cómo alargar el camino hacia el orgasmo. 660 minutos durará este regreso de Thanatos a Eros, de Varanasi a Kahuraho. ¿Cómo será este tren? ¿Sabrán sus viajeros en qué túnel del tiempo van a entrar? ¿Cuál es mi equipaje? Me alegré por estar aquí para contarlo.
Pensé en las deidades que cosen la India y en el derroche de espiritualidad que permite que un té compartido pueda ser el punto de apoyo de una conversación trascendente y al mismo tiempo contingente. Quienes contamos historias sabemos que es más fácil memorizar el nombre de una persona que el de un concepto. Al ser humano le cuesta mucho menos identificarse con lo que le ocurre a otro de sus semejantes que empatizar con una idea, por conmovedora que sea. No hay nada que mejor se mantenga en el recuerdo que un valor encarnado por un hombre o una mujer, magníficos ejemplos de lo que significa la bondad, por ejemplo, o el amor, o la valentía… Por eso las narraciones orales están protagonizadas por héroes y heroínas capaces de atravesar la oscuridad, ganar el amor, vencer la muerte…
Los primeros textos de la historia de la humanidad, esos que en tantas ocasiones las religiones consideran fundacionales, no son más que recopilaciones de miles de años de historias transmitidas por vía oral. Era la única forma de compartir con nuestros semejantes los secretos sobre la vida, sus peligros y alegres recovecos. Los textos fundacionales hablan sobre el poder del agua de lluvia o sobre la capacidad conmovedora de todos los bailes, el de la pluma al caer del nido o el de las estrellas atravesando fugazmente el firmamento, aunque suelan recurrir al magnífico truco narrativo de inventar un hombre y una mujer que pueda llevar a la práctica el conocimiento adquirido. Sabiendo el poder ejemplificador, las élites que manejaron el lenguaje escrito repartieron roles, adaptaron tramas, crearon personajes principales y secundarios. Quien lea estos textos fundacionales encontrados en diferentes momentos y puntos del planeta comprenderá que están sostenidos por un aliento común: el silencio que puede alcanzar un ser humano ante la indescriptible presencia de la vida.
Vengo de Thanatos, voy a Eros, el baile al que se refiere la ancestral cultura de la India, esa que tan profusamente expresan las fachadas de los templos de Thanatos, no pertenece a hombres ni a mujeres, por héroes, heroínas o dios@s que parezcan. Se trata de pl baile de la vida envolviendo «aquello» que permanece, una amorosa danza (en el último verso de La Divina Comedia Dante escribe l’amor che move il sole e l’altre stelle, el amor que mueve el sol y las demás estrellas) que logra que todo «lo constante» adquiera múltiples formas. Por eso los minerales de esa montaña y las sales de este océano me constituyen, como líquidas son mis venas y los ríos y el macaco Rhesus y yo compartimos las hélices de nuestros genes hasta hacer que prefiramos un abrazo a una opípara cena, por eso sanan los platos de arroz con sonrisas. El día en el que la ciencia incorpore el amor en sus fórmulas l@s científic@s habrán encontrado, al fin, la ecuación universal que están buscando.
Aquel tren que entraba en el andén debía ser el mío. Nada más ponerme en pie apareció ante mí una elegante res que dejó como una patena lo que había en el interior del cubo. Subí. A los pocos minutos entró en el compartimento una joven preguntando si la suya era la litera superior (donde en el anterior viaje cabían cuatro ahora habían seis, tres en cada lado). Arrancamos. Nos presentamos.
Clarissa lleva 10 años viajando en solitario por el mundo, sin regresar a la casa de la que partió. Apenas llevamos cinco minutos juntas y ya le pregunto abiertamente qué hace con el amor. Levanta las cejas y sonríe: «Los hombres que encuentro, los viajeros como yo, o son jovencitos que apenas han comenzado a buscar o, si ya han alcanzado mi edad les suelen suceder tres cosas: tienen miedo de esa energía porque creen que les llevará por delante, están dolientes porque cayeron de su grupa y no se fían de sus propios «poderes» o mantienen el curso de su vida esperando a que el fulgor llegue a visitarles olvidando que todas las noches las estrellas brillan en el firmamento. Les cuesta asumir que cuando digo que para mí el amor es pura vida, digo la verdad. Es el flujo que me lleva, la razón por la que viajo. Creen que el amor ata cuando a mí precisamente me sucede lo contrario. Aún así amo y soy amada porque es inevitable».
Inevitable, si, como los rios desembocan en el mar. Comenzó el baile.