Aprendiendo a negociar en Eros


– «En mi país no es importante la edad sino que seas mujer».

Iba en el asiento trasero de la motocicleta, sin casco, dejando que el aire de Kahuraho me encharcara los ojos. No pensaba entrar a debatir en esa situación y menos en un idioma que ninguno de los dos manejaba bien. Aún así, mi mente hizo una de sus acostumbradas piruetas (no he logrado que se pare en todo este tiempo y eso que estoy en el reino de la meditación, India), así que pasé de decirme «desde luego es una magnífica respuesta» a pensar en los matrimonios concertados de niñas con adultos. En su aspecto más perverso la frase era absolutamente cierta: la edad no parece ser considerado un factor de riesgo para la salud física y mental de las niñas desposadas, al margen de las consideraciones sobre su libre albedrío y el futuro de sometimiento y vejaciones a los que probablemente estén condenadas. Si esa afirmación era verdad en lo oscuro también podría resplandecer a plena luz del sol.

La siguiente imagen en la que se posó mi mente fue en las desvaídas fotografías que me había enseñado esa misma mañana la esposa de Deepak, el conductor del tuk-tuk en el que había ido a visitar los templos del Este y del Sur de la localidad. Tras el recorrido, me invitó a conocer su casa y su familia, casualmente no vivía muy lejos de mi hotel. En apenas unos minutos estaba sentada en un lecho, ante la mirada atenta de l@s niñ@s de la casa, con una taza de te en mi mano izquierda y en el regazo un montón de instantáneas del primer cumpleaños del primogénito. El tenía 19 años, ella 15, entonces llevaban dos años casados y se les veía orgullosos de su bebé. No me atreví a preguntarles si se casaron tan jóvenes por amor; lo único que observé era que, quince años después, su trato era amable, tenían tres hijos y sonreían.

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La joven madre (cuyo nombre fui incapaz de pronunciar) miraba con orgullo mi interés. Cuando señalaba con el dedo el rostro de los adultos ella decía: brother, sister, mother… Eran las únicas palabras que sabía decir en inglés; su madre y ella hablaban el bundelkhand, una especie de hindi local, y por lo que podía comprobar, no sabían leer ni escribir. Aún así, logramos entendernos gracias a las exclamaciones, las risas, los gruñidos y los gestos. Inflé los carrillos y me toqué la barriga para decir «Si de verdad había comido cada uno de aquellos bocados debió de reventar», porque en todas las fotos un adulto metía un pedazo de pastel en la boca del bebé. Rieron. Me dijeron «No, no, hapybirthday, foto, foto» y entendí que debía de tratarse de algún tipo de costumbre, como la nuestra de retratarnos soplando velas y no por eso nos pasamos rebufando toda la fiesta.

El caso es que allí, con el viento de Kahuraho haciéndome lagrimear, sonriendo a la vida por los olores y agarrada a la cadera más estrecha que jamás he conocido en un hombre, mi mente me puso delante la afable sonrisa de la anciana que jugaba a mis pies con el menor de sus nietos en aquella casa. Ella tenía tan sólo dos años y cuatro meses más que yo, quizá mi sonrisa fuera igual de beatífica, es decir, bien lejos de lo que pudiera considerarse una exultante sensualidad. Lejos de incomodarme aquella imagen sobre mí misma, me pareció que me liberaba de todo juego de seducción, así que, despreocupada, tomé la frase de Neelesh como una explicación antropológica. Estaba convencida de que formaba parte de su buena voluntad de hacerme de guía durante una hora y que me la decía como respuesta a una de las preguntas que me había formulado poco antes (¿Dónde está tu país? ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas? ¿Cuántos años tienes?).

Cuando le di la cifra abrió enormemente los ojos. Pensé que, efectivamente, para quien se casa con niñas de 13 y 15 años debía ser mucho más que jurásica, así que añadí riendo que estaba en lo cierto: yo tenía la edad de una abuela. Pensé que de golpe me habia convertido en una vieja rockera y me dije que, bueno, podía empezar a entrenarme para el porvenir. Aún así quiso invitarme a dar una vuelta en moto. Oh, yeah. Me arremangué la falda y sonreí. Después de sortear unas vacas e intentar explicarme cómo evitan que los mosquitos entren en su casa, Reflexionó en alto: si ese momento yo era su friend, y yo era mujer… Pues «técnicamente» yo era su girlfriend. Reí. «Ok, Neelesh, magnífica deducción, en los próximos kilómetros y hasta la puerta del hotel seré técnicamente tu girlfriend».

No podía negar que mi friendtécnicamenteboyfriend sabía manejar el sentido de las palabras. En las 36 horas que llevaba en la ciudad se había ofrecido a guiarme por los templos del Oeste (lindantes con el hotel) a cambiarme dinero, a llevarme en coche al resto de los templos (dispersos en un área de 23 kilómetros), a mostrarme tiendas donde podría comprar maravillosas prendas de seda, a ver espectáculos folk… Había rechazado sus propuestas una y otra vez. «No tengo dinero, gracias», «quiero estar sola, gracias» y namaste, namaste, namaste. Una negación clara y respetuosa era suficiente como para que se diera media vuelta y continuara con lo que estuviera haciendo. Cada vez que regresaba al hotel volvía a toparme con sus ojos acechantes, en los que brillaba la ambición y la necesidad, y una nueva proposición que hacerme. Deberían inventar una palabra a medio camino entre el acoso y la negociación constante. En una de las ocasiones el recepcionista, tan joven como Neelesh, me preguntó «¿Por qué viajas sola?» mientras me cambiaba los 20 euros con los que pagaría el taxi al día siguiente hacia Mahoba. El asunto creó el suficiente interés como para que los presentes, incluido mi futuro tecnicamenteboyfrienddeunahora, hicieran corrillo.

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Es bastante fácil que me invente la vida cuando viajo en solitario y la vaya modificando durante el trayecto hasta crearme un alter-ego convincente y absurdo, una identidad bajo la que pueda camuflarme y deje de ser tan previsible a ojos de mis observadores. En esta ocasión sabía que me vendría muy bien incluir en el relato la palabra «husband» y «son». Así que empecé contando la verdad (me esperaban en Kolkata) y la fui aderezando con algún que otro detalle de mi cosecha, entre divertida y molesta. Me incomodaba ese interés y al mismo tiempo entendía que se estaban buscando la vida, así que después de darles esa versión de Martha 3.0 intenté pensar en algo que pudiera solicitarles. Recordé que había adquirido el compromiso de comprar unas sandalias artesanales indias, algo que no había encontrado hasta ese momento. Nada más iniciar la frase, Neelesh decía que sabía dónde encontrarlas. Chocamos las manos a modo de acuerdo y quedamos al caer el calor. Deepak esperaba pacientemente en su vehículo, la jornada no había hecho más que comenzar.

Uno de los dos objetivos de aquella mañana era el templo jainista, el único «en activo» entre los que se visitan en Kahuraho. El otro objetivo era un templo llamado Chaturbhuia con una representación de Shiva en su fachada que me parece revolucionaria pues representa el «tercer género», ni hombre ni mujer, la suma de ambos.

Para una mentalidad occidental (de raíces cristianas y defensora de la luz de la razón) el pacifismo y los temas vinculados con el género no parece que tengan que ver, pero en la hinduísta todo está relacionado, así que la suma de estos dos objetivos hacía que la mañana me resultara de lo más atractiva. Mientras daba saltos en el tuk-tuk intenté imaginarme esta zona de la India en su época de esplendor, allá por el siglo XII, con cada uno de sus templos acogiendo mantras de paz y amor por todo lo vivo. En la entrada al complejo jainista encontré una lámina de la época e intenté situarme en el «mapa».

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El jainismo es una corriente espiritual que se basa en el ejercicio de la no-violencia en su más amplio sentido de la palabra: todos los seres vivos quieren vivir, por eso está prohibido hacer daño de forma integral, lo que implica compasión, cuidado, respeto a la vida en todas sus manifestaciones, aceptar que todos los seres vivos son nuestros iguales, rechazar la violencia subjetiva (desde desear hacer daño a planificarlo o provocar conflictos indirectamente) y la objetiva (cuya manifestación más clara es la guerra). Estos principios inspiraron a Ghandi, que es el rostro más conocido en Occidente de la aplicación de la no violencia con fines políticos. Esta concepción de qué significa «paz» se conoce como Ahimsa y se representa con una mano en cuya palma se dibuja una rueda, un símbolo que en los años setenta fue profusamente utilizado por los movimientos pacifistas contra la guerra de Vietnam.

El primer día que llegué a Mallorca tuve la suerte de conocer a un ex monje jainista, Shatish Kumar, que hace años recorrió medio mundo a pie para promover el fin del desarrollo de las centrales nucleares y su uso militar. Entonces no conocía su trayectoria ni la de aquella mujer con quien más tarde le vi acompañado, Vandana Shiva, una ecofeminista y miembro señalado del movimiento Chipko. Sus nombres representan un tipo de compromiso político en India que incluye el respeto a la naturaleza y la espiritualidad, por eso en Europa existen muchos movimientos ecologistas de corte espiritual que se inspiran en sus reflexiones y propuestas.

Los principios jainistas también han iluminado propuestas económicas como el proutismo, una alternativa al binomio capitalismo/comunismo nacida en India que defiende la «teoría de la utilización progresiva». Partiendo del principio de que los recursos materiales del planeta son limitados y propiedad «común de toda la humanidad», el proutismo promueve un modelo cooperativo, la autosuficiencia económica en cada región, el equilibrio medioambiental y la puesta en práctica de valores espirituales universales basados en el «derecho a la vida», que incluye el alimento, la ropa, un techo, acceso a la salud, a la energía y a un trabajo digno y justamente remunerado, entre otros aspectos. Además de rubricar la no-violencia, su creador, Prabhat Rainjar Sarkar, se basó en valores del Tantra Yoga como el amor y la entrega absoluta para desarrollar todas estas propuestas prácticas.

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Recorrí los templos, más humildes y en peor estado que los de la zona oeste, en los que me había perdido nada más bajarme del tren en Kahuraho. Aún así, las figuras seguían bailando, pintándose los ojos, cantando, pintándose la planta de los pies… Celebrando la vida en todas sus manifestaciones. Observé sus rostros. Todos sonreían. Entendí que las curvas de esos cuerpos voluptuosos no sólo hablaban de abundancia sino de una entrega absoluta, como si cada acción fuera una puerta hacia el éxtasis.

En el hinduismo la palabra muerte no existe, sólo la palabra transformación, esa entrega total que adivinaba en las esculturas se refiere a un vaciado del propio ser para poder llenarlo con el del otro; ni tuyo ni mío, sin final ni principio, los amantes no son dos porque siempre fueron uno y así lo expresan, entregándose en un movimiento constante en el que nadie puede poseer ni ser poseid@. Y más allá, si lo de arriba es como lo de abajo y lo de dentro como lo de fuera, en la calle también se puede ser amante, pues cada acto es parte de una creación infinita que lo atraviesa todo. La no-violencia es corolario de armonía. La armonía se da entre diferentes que respetan el papel que le ha tocado jugar al otro… Ya, ya sé, una cosa son los principios y otra lo que hacemos con ellos.

Todo lo que había vislumbrado durante la mañana relampagueaba en mi mente mientras que mis sentidos se entregaban al júbilo en la grupa de la moto. La luz empezaba a caer, tiñendo todo de plata. Deseé tener mi propia moto y atravesar India hasta alcanzar El Himalaya, adentrarme en Bután, atravesar Pakistán hasta llegar a Irán. O sí, Irán, mi amado país… Neelesh ya me había avisado que me daría una vuelta «larga, ¿no te importa?» Y yo deseaba que durara hasta que se fuera la luz, algo que sucedería en menos de media hora.

– «Además, yo soy un hombre», oí decir a Neelesh.

Giró su cabeza hacia mí para que viera su mentón a medio rasurar. Era evidente que seguía dándole vueltas al asunto cuando yo ya lo había dado por zanjado. Con las dos manos le hice mirar al frente. «Evidentemente, y eso que tenemos ahí delante es una carretera», le contesté. Entonces tomó una de mis manos, la puso en de su cintura, gritó «vamos a dar saltos» y apretó el acelerador. A lo lejos las barrenderas aún seguían cuidando el césped de los templos.

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En mi último paseo por Varanasi me había pasado algo curioso (¿hace dos días o dos siglos?), los jóvenes indios se paraban para pedirme que me hiciera fotos con ellos. La primera vez que sucedió creía que me pedían que yo les hiciera fotos; para mi sorpresa, se pusieron a mi lado y me vi sonriendo con cada uno de ellos ante el objetivo de sus cámaras. Me pareció justo, casi kármico, pues yo llevaba haciendo eso con sus semejantes desde hacia dos semanas. Llevaba una falda morada amplia, hasta los tobillos, y una blusa naranja, también holgada, es decir, por colores y por hechuras no me parecía ir estridentemente europea. ¿O era como una de esas alemanas vestidas de faralaes con volantes comprados en el Rastro?

Bueno, al margen de los gustos, lo que absolutamente cierto, nada interpretable, eran mis arrugas. ¿No soy canosa? ¿No se supone que eso me borra automáticamente de la mirada masculina? Quizá fuera la gama de colores de mi piel y mi pelo, o el hecho de que escribiera por los rincones… El asunto comenzó a imcomodarme cuando, un puñado de jóvenes y un señor entradito ya en edad (probablemente de mi quinta), tras pedir hacerse una foto conmigo puso la mano en mi hombro mientras posábamos, lo que provocó tremendas carcajadas en sus compañeros. ¿Qué estaba sucediendo? Era la cuarta vez que me lo pedían en apenas tres horas, pero en esta ocasión el asunto empezaba a perder toda su gracia.

Había olvidado el asunto de las fotografías hasta ese momento, en el que me preguntaba hasta qué punto Neelesh sabia conducir una moto. De repente no estaba paseando a una cliente sino que quería disfrutar de la potencia, el motor, la velocidad… ¡Diosmío, por qué seré escritora! No puedo evitar ver lo que es y lo que significa al mismo tiempo, ya sé que la moto es un vehículo a motor de dos ruedas pero, pero… Sé lo que simboliza. Además, mi preocupación era absolutamente realista: no llevábamos casco. En apenas un par de kilómetros pasamos por un poblado y tuvo que bajar la velocidad, lo que me permitió retomar un pensamiento que habia apartado: Que se señalara los pelos de la barba me había parecido «diáfano», no sé explicarlo de otra manera. Aquella vuelta en moto era el último capítulo de una conversación de negocios y si ahora me daba un paseo era porque yo había contribuido de alguna manera a que el asunto diera un pequeño giro de rosca.

Después de la adquisición de las sandalias le habia pagado algo simbólico en justa compensación por sus servicios como «taxista», pues no había parado de darme vueltas por tiendas, vendedores ambulantes y puestos de mercadillo hasta encontrarlas. Parecía más interesado en conseguirlas él que yo, de hecho en la tercera tiendecita ya le empecé a decir que lo dejáramos porque llevaba tres semanas buscándolas y sabia lo difícil que era. Sin embargo, como verdadero experto en noes, insistió hasta que aparecieron: un solo modelo y bien bonitas, en un rincón de una tienda de alfombras. Estaba satisfecho de sí mismo. «Ya lo dabas por perdido, no usas bien la cabeza», decía, mientras «me» llevaba la bolsita de las chanclas como quien llevara un tesoro.

Ahora que lo pienso, creo que con una parte de ese dinero también le pagaba esa lección: agotar las oportunidades antes de dar por concluido un deseo, tener confianza. El caso es que aceptó el billete con una sonrisa y, como si estuviéramos en un concurso de galanterías, me invitó a tomar un te en un «lugar precioso» al que no iban l@s guiris. Acepté, movida por la curiosidad y el agradecimiento.

image¿Cómo sería un lugar precioso sólo para hindúes? Respuesta: una caseta junto a una carretera despejada en la que servían el tradicional té con leche y azúcar, aparentemente nada distinto a lo que había visto junto a cualquier estación de tren. Tomó dos sillas de plástico dando la espaldas a la carretera y me empezó a contar a qué se dedicaba: un bailarín de danzas tradicionales que en su tiempo libre se buscaba la vida en el entorno del hotel, ofreciendo todos los servicios que se le ocurrían a los clientes, incluso lavar ropa en una lavadora o conseguir un coche de alquiler. En ese momento un avión pasó por encima de nuestras cabezas. A juzgar por su expresión, eso era lo que hacia especial el puestecito: desde allí podíamos ver cómo despegaban los aviones. Se quedó en silencio hasta que desapareció en el horizonte. Le pregunté si alguna vez había subido a alguno.

– «No».
– «¿Y a un tren?»
– «Tampoco»
– «Ni falta que te hace, vas en moto»
– «¡Si!»

Desdobló un papel de periódico y allí estaba él en una de sus actuaciones, vestido de lord Shiva. Llevaba puesto un maravilloso traje dorado, tan recargado, tan maquillado, que no sabía decir si el personaje era un hombre o una mujer. No pude evitar acordarme de la escultura que había visto esa misma mañana en una de las fachadas del templo de Chaturbhuia.

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En aquella imagen insólita Lord Shiva se funde con Parvati/Shakti para formar Ardhanasi, mitad hombre (tal y como se muestra en su lado derecho) y mitad mujer (lado izquierdo), una feliz suma en la que se ven representados los transexuales e intergénero de la India y más concretamente los hijras, personas con cuerpo de hombre que viven bajo una identidad femenina y que forman un grupo social aparte. Durante siglos se les consideró una figura de reverencia, cuya presencia en bodas y bautizos confería buena suerte y a quienes se alimentaba y agasajaba por representar la suma de ambas deidades. Ahora, como le pasa al Ganges, la creencia permanece pero es capaz de enterrar en vida a estas personas que no logran hacerse un hueco en la sociedad ni encontrar más trabajo que el de la mendicidad encubierta o los favores sexuales. Sin embargo no parece que carguen sobre sus espaldas ningún tipo de prejuicio moral, su problema es pertenecer a una clase social económicamente empobrecida, a una casta inferior.

El guarda del templo era fiel ejemplo de la aceptación del intergénero como un camino más de la vida. «La clave de todo ser humano es atender la voz interior, entregarse a ella y obrar en consecuencia. Quien toma la decisión de cambiar de sexo ha de desbloquear todos sus chacras, lo necesitan, yo puedo ayudarles, es mi trabajo espiritual. Guardo este templo, cobro por ello, lo otro lo hago porque sé que es lo que he de hacer». Luego habló del miedo de los occidentales. «Parece que las personas tienen miedo a sufrir y se cierran, pero lo que más miedo les da es abrirse y dejar que les sobrecoja ese amor que es más grande que ellas, que no pueden manejar. Abrirse a sentir mucho amor, entregarse a la vida, a su propia energía vital, les da miedo porque requiere confianza y en Occidente desconfiáis». No podía hacer más que asentir ante cada una de sus opiniones. Vivimos en una sociedad asentada en el miedo al contagio, al robo, al dolor… Las recomendaciones que encontré en Internet a la hora de hacer la mochila para viajar a la India incluían no sólo medicamentos y vacunas, sino cadenas para atar la mochila en los trenes, candados para que no entren en tu cuarto, bolsillos secretos para que no te roben el dinero, trucos para que no te timen con el cambio…

Raikwar (así es como se llamaba el guarda) y yo acordamos que las personas que se comprometen con su voz y actúan en consecuencia tienen buen karma, no importa si son transexuales u occidentales, e incluso ambas cosas. Reímos y zanjamos la conversación con la misma naturalidad con la que la habíamos empezado. Es tan fácil hablar de espiritualidad con cualquier persona desconocida en India como hablar de política en Cuba, o al menos eso es lo que a mí me sucede. Salvo con Neelesh. Cuando vi que con el dinero que le había dado me invitaba al te, me conmovió. Volví a buscar en el monedero y le dije: «Permíteme, me gustaría que invitaras a venir a este mismo lugar a tu noviecita en otra ocasión». A esas alturas él ya me había preguntado la edad y yo ya me había identificado con la sonrisa de la abuela feliz, de modo que lo hice pensando en su felicidad de todo corazón. Pero lo que sucedió fue todo lo contrario a lo que esperaba: convertirme técnicamente en su girlfriendporunahora y darme una vuelta larga en moto al caer la tarde hasta el hotel.

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En el camino fue saludando a todos los amigos con los que se cruzaba, con aire de comerse el mundo. Estaba realmente ufano. Bajó de la moto. Lo tomé como una galantería. Me acompañó hasta la puerta de la habitación con la bolsa de las chanclas en la mano. Quise entender que su galantería era «extrema», así que se lo agradecí. Esperó a que abriera la puerta. Tomé la bolsa. Le planté dos besos, uno en cada mejilla, y le retuve en el dintel. Mejor dicho, le saqué de la habitación y le mantuve en el umbral. Con mucha calma, con verdadera y auténtica ternura, le dije:

– «No es necesario que me entregues tu cuerpo».
– «No, no es necesario».
– «Bien, pues… Gracias por ofrecerlo».
– «You are welcome»

Nunca me pareció tan ambivalente aquella expresión; valía tanto para devolverme el agradecimiento como para darme el permiso de entrar en su cuerpo. Mi mente, veloz, se preguntaba cuál era el límite, qué era capaz de hacer un joven por abrirse al mundo y tomar todo ese aire que necesitaba. Mis ojos contemplaban su gesto huidizo. Igual que había aceptado mis noes durante 36 horas, recibió este enésimo con una sonrisa. Mi boca dijo: «Que seas feliz». Neelesh se dio la vuelta y dijo «see you», prestando atención a algo que sucedía al final del pasillo.

He vuelto del festival de música que se celebra estos días en la ciudad. Con los templos como parte del decorado, las bailarinas parecían reencarnar a las hermosas mujeres de frisos y fachadas. Sí, si, ya sé, podía haber tenido un bailarín para mí sola. Estaba en el reino de Eros. Mi habitación da a los templos en los que Shiva y Parvati llevaban cientos de años en éxtasis continuo, recordándome que los placeres no tienen orden ni categoría y que todos pueden ser un maravilloso camino hacia la trascendencia. Todo parecía ponerse a mi disposición y obré en consecuencia. No soy hinduista, lo de meditar sigue sin swr lo mío, simplemente soy una europea que no soporta la rima fácil ni cree que un ser humano sea un souvenir. Me indigna el turismo sexual por lo que tiene de esclavitud encubierta. Que Neelesh supiera que no tenía una rupia más encima no significa que no estuviera negociando con su cuerpo. Claro que cada quien lo ofrece o lo niega por sus propias razones, no se trata de cuestionar sus criterios, pero quien me conoce sabe lo torpe que soy en las negociaciones comerciales. ¡Si aún no me he enterado si 100 rupias es mucho o es poco! Sí, es cierto, era mi última noche en el reino de Eros, técnicamente había tenido la oportunidad de cumplir una fantasía tántrica con un cuerpo grácil. Pero ya he dicho cientos de veces que no necesito adquirir sedas, ni comprar joyas, ni más transacciones que unas sandalias talla 43 hechas a mano. Y ya están en la mochila. Si, sÍ, es cierto, todo rimaba hace unas horas, tanto como un ripio de Hollywood.

Ay, ¿por qué me resultará tan poco voluptuosa la rima fácil?

(En la foto inferior, l@s dios@s abriéndose los chakras en canal, literalmente)

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