La espera ¿es lenta?

Pongo el corazón encima de la mesa, de las teclas, de mis ojos; quiero acostumbrarme a escribir desde ese lugar antes de abandonar la isla. Dejo que me invada el dulce silencio, oigo mis propios latidos, inspiro y digo: Creo que estas crónicas serán cartas de amor. Me peleo con el verbo. Son cartas de amor, lo fueron desde antes de que mi boca nombrara Calcuta.

Sonrío. Ya sé qué voy a contarte. Te voy a hablar del tiempo. Llevo días observándolo.

Tengo la privilegiada sensación de que viven en mí la calma y el vértigo. El visado, los billetes, el dinero… todos los procesos están en marcha y a estas alturas aún me mantienen suspendida en el aire. En medio de una aparente lentitud mi vida transcurre intensamente llenando de torbellinos el pequeño espacio en el que habito. Soy la hoja que flota en el remolino de agua, alegre por dirigirse hacia el mar. Nada tengo que hacer más que permanecer. Claro que el calendario está ahí dando fe de la aproximación del día 8 pero esa evidencia desbocada convive con la certeza de que fluyo con las aguas de la vida.

Tomo aliento. Todo está bien. Miro a mi alrededor. Contemplo las letras que parpadean en la pantalla. Estoy a solas contigo. Cuando me leas estarás a solas conmigo aunque te rodee el ruido. Me gusta encontrarte aquí, así.

Tendrías que ver cómo es la orilla de este arroyo en el que ahora te escribo: los libros se multiplican de forma caótica, voy de uno a otro, enlazo poesía, filosofía, economía, ecología… Trazo puentes. Emborrono mi privado cuaderno de instantes, planteo ideas imposibles como si fueran juguetes surrealistas.

Vuelvo a tomar aliento. Quiero respirar tu presencia.

El tiempo. He leído que en el país hacia el que voy la unidad mínima de tiempo es el nimesa, que significa “parpadeo” o también “lo que dura una respiración”. Por lo visto en la India cuentan con 21.600 unidades de respiración al día. Las dos afirmaciones las he encontrado en “Del Ganges al Mediterráneo” ¡Cómo no iba a leer este libro encontrado por azar! Al él también pertenece esta frase: “Al tener una percepción personalizada del tiempo y del espacio, pueden afirmar que con tres zancadas se abarca el mundo entero”. Quien habla así es Vidya Nivas Mishra, un sanscritista y traductor del sánscrito al inglés que ha publicado varios libros de ensayo en hindi.

libro ganges

¿Te has dado cuenta qué lejos voy?

Para constatar la distancia que me separa de la India he querido comprobar esta mañana cuántas respiraciones soy capaz de contar de forma consciente. Este es el resultado:

He sumado siete respiraciones sin mezclarlas con más pensamiento que su numeración, a la octava se me cruzó una idea sobre la luz que entraba por la ventana y, bueno, a la número 30 ya me había rascado la oreja, cambiado de postura… Total, que me puse en pie.

Es evidente que soy una mujer blanca occidental primermundista educada para medir el tiempo en orden cronológico y acostumbrada a asumir que existe un tiempo psicológico; sin embargo hay algo más: aunque me abrume contar respiraciones, soy capaz de percibir las curvas del tiempo. Yo, la de los pies alados, soy sensible a la lentitud.

Me quedo ahí. El asunto no ha terminado. Nimesa enlaza dos conceptos que científicamente no tienen nada que ver (el parpadeo y la respiración) pero que percibo de forma inteligible y clara, un híbrido diáfano en la punta de mis pestañas. Con el aliento vuelven a mí el viento de Grecia y las conversaciones en Levitha, donde descubrí esa forma de ver el mundo representado en Ψ, φ y ψ. Esas letras del alfabeto griego son capaces de evocar el soplo de la brisa, el aire frío que exhalan nuestros pulmones en la última manifestación de la vida, la antesala de la muerte. Ellas se enlazan naturalmente con el parpadeo. El parpadeo, el instante de ceguera necesaria para poder asimilar la luz, el vacío necesario de la mirada, el corte que nuestra retina hace para montar la película que se ofrece ante nuestros ojos y que llamamos «nuestra vida». Ambos términos apelan a un tiempo que nada tiene que ver con el progreso lineal o los ciclos de la naturaleza, sino con lo constante, lo infinito.

«El tiempo infinito», musito mientras miro los kilómetros que aún me separan de la india 8.080,8 kms, esos ochos (infinitos verticales, ∞) y los ceros que se intercalan. El 0. El símbolo que lo representa no es un capricho, antes de ser un número capaz de designar una cantidad nula se concibió como el punto original dotado de energía creadora, capaz de engendrar el cosmos, símbolo del universo en su forma no manifestada antes de formar parte de las apariencias.  En el siglo III a.C. los astrólogos y filósofos hindúes habían concebido el cero mientras se planteaban cómo contar lo incontable, lo infinito, la eternidad. El cero indio es a la vez ausencia y cielo, vacío y espacio, la bóveda celeste, la atmósfera y el éter además de la nada, la cantidad a no tomar en cuenta y el elemento insignificante. El cero es el mandala contraído a su centro, un punto-cero infinito ante la finita sustancia compacta.

Occidente fue incapaz de integrar el 0 en su contabilidad hasta el siglo XV y lo hizo a través de los filósofos árabes en sus traducciones sobre el vacío en la India. 25 siglos después contemplo dónde ha situado los ceros del Occidente capitalista y la concepción de la vida que los sostiene. Nuestra percepción del tiempo, ese devastador progreso en el que se edificó nuestra cultura, se nos está cayendo de las manos. El tiempo medido en descarnados segundos se nos pudre en los relojes, abstracción tirana que separa al ser humano occidental de sus actos. Nuestra prosperidad, nuestro tiempo lineal, ha olvidado la codependencia. Los mercados de futuros se están comiendo el presente. Los ciclos que aprendimos de la naturaleza no vuelven al punto de partida.

Ha llegado la hora de afirmar lo que intuyo, lo que recordé a bordo del GoOn (la importancia del instante preciso, Kairós) y que ahora toma sus propias formas en mis entrañas de cineasta: Los vínculos tienen un pie puesto en lo finito y otro en lo infinito; al ponerse en marcha y danzar, las personas que se vinculan inventan el tiempo, hacia atrás y hacia delante. ¿Hablas de limitaciones temporales? ¡qué fronteras más extrañas llegamos a inventar!.

¿Oyes la música? No hay espera aquí, donde pestañeo, sino un lento y sutil baile.

Lo que esconde el 8: El ∞ acto de recibir.

Empiezo a quedarme quieta. Los dones siguen llegando como gotas de rocío. Abro mis manos, incrédula; mis dedos se vuelven pétalos.

Me han entregado un pañuelo para el frío, una dirección, un consejo, un libro, algo más de dinero, un número de teléfono, un contacto…

Este es el tiempo del recibir. Tomo conciencia del lento recorrido de este verbo:

me paro,

extiendo los brazos,

abro las manos,

miro a los ojos a quien me da,

reconozco su entrega,

admito mis fragilidades,

acepto el regalo,

me quedo a solas con él,

le presento mis respetos,

lo acuno,

dejo que impregne mi vida,

comprendo que nada de lo que hago es absolutamente mío

y actúo.

Desprendido el rocío, ya en tierra, no puedo decir que viajo sola a la India. Es imposible.

 

mercado de las flores

(en la foto, el mercado de las flores, en Calcuta)

Lo primero que hago es quedarme quieta. Sin moverme de la silla me voy deshaciendo de todas las Calcutas: las que habitaban en mí, las que me van llegando en libros, documentales y testimonios. Las observo, las atiendo y dejo que pasen. Cuando me quedo a solas intento vibrar con la onda que crean esos relatos e intento bautizarla: miseria, compasión, alegría, caos… Me quedo quieta ante cada una de esas palabras. Las contemplo. Dejo que pasen. “No es mi tren, aún no ha llegado mi tren”, me digo.

Aguardo. No me he movido de mi sitio y sin embargo ya ha comenzado el viaje. Las margaritas de mis manos se posan sobre el teclado esperando a decir. Un lento tren de vapor llega trayendo en sus vagones las preguntas. ¿Quién da y quién recibe en la India? ¿Nuestros relatos sobre la miseria, por ejemplo, qué dan? ¿Qué dan nuestros documentales, nuestras novelas, nuestros blogs, los cuentos que compartimos con nuestros seres queridos sobre nuestro paso por el mundo? Al conmovernos por la desgracia ajena, ¿quién recibe? Aventamos palabras constantemente, ¿de dónde proceden? ¿Qué estamos sembrando?

Dar nos vincula con las sutiles redes de la inmensa, infinita y habitada existencia. Al dar hacemos mucho más que conectarnos: entregamos vida. Observo la flor que riego, reverdece con cada gota que le doy. Mis dedos, pétalos, escriben estremecidos esta frase. En ambos lados de este hilo estoy, formando parte de una red vinculante y comprendiendo que esos vínculos no me pertenecen.

Lo sé, dar es gratificante, genera alivio, nos coloca en una buena posición, es un buen traje con el que disfrazar la exigencia, la búsqueda de compensación, el intercambio productivo, el ejercicio de poder, el consuelo de la culpa. No, ese no es mi tren, por eso doy un paso atrás: Ahora soy la que recibo, al menos que mis palabras sean verdad.

Dar y recibir. Entregar. Entregarse. ¿Qué es esto del amor y de la muerte?

Partir para quedarme quieta

Abrí los ojos y dije «Calcuta, me iré a Calcuta». No pensé en cuándo o en por qué, por supuesto ni en cómo ni en para qué, simplemente expresé en alto mi decisión. Estaba sola en mi cuarto, no tenía testigos ante los que pudiera desdecirme, podía pronunciar sin miedo «La India».

Media hora después recibía la llamada de una amiga anunciándome que una compañía aérea ofrecía billetes a lugares remotos por cantidades ridículas. Me asomé. Tecleé el aeropuerto de partida (Son Sant Joan, Palma de Mallorca, Illes Balears, Spain), el de destino (Aeropuerto Internacional Netaji Subash Chandra Bose, Kolkata, India) y aparecieron ante mí las cifras, la de las distancias y la de los precios. Hay 8.080,8 kilómetros de un aeropuerto a otro. Esa caprichosa hilera de ochos y ceros me llamó la atención; el hecho de que además hubiera un decimal me hizo sonreír. Por lo que se refiere al dinero, efectivamente, la oferta era increíble. Aún así sus tres dígitos superaban con creces mis capacidades económicas teniendo en cuenta los gastos consiguientes (visados, estancia, etc).  A pesar de todo Calcuta ya era más que un nombre: tenía una cifra.

Dos horas después de aquella llamada tuve otra. Una amiga quería celebrar su nuevo y flamante destino laboral regalándome «algo material». Dejó su propuesta en el aire esperando a que llegara su inspiración. Cuando le comenté que me había levantado con el nombre de Calcuta en la cabeza me dijo: «Ya sé cuál va a ser mi regalo: Te doy cien euros para que te compres el billete». Una hora después volvía a llamarme. Una compañera suya del trabajo ha seguido mis crónicas de este verano y al comentarle mi impulso dijo que sólo por leer mi experiencia en este recorrido estaba dispuesta a poner otros 100 euros más encima de la mesa.

Como si fuera una imparable reacción en cadena, en pocas horas llegaba a mí el dinero necesario como para adquirir el billete a base de aportaciones  imprevistas de seres queridos que decían lo mismo: «Vete y cuéntalo».

Empujada por aquel torbellino (en el que no faltaron personas que al oír lo que sucedía me ofrecían todo tipo de facilidades y consejos) puse una fecha al viaje mientras rumiaba «si yo sólo pronuncié Calcuta».

No sé si estoy tomando decisiones o si ellas me están tomando a mí. Me limito a mirar allí donde se posa la luz y dar el siguiente paso.

Hacía tiempo que no me concedía algo así, obedecer a un pálpito, hacer algo inútil en apariencia, irracional, sin argumentos ni objetivos. Hacerlo sola. Hacerlo con nada. Caminar en la desnudez. La última vez que me visitó una certeza de este tipo fue hace 11 años, cuando di la vuelta a Mallorca a pie, devanando un hilo a mi paso y depositando un capullo de seda en cada kilómetro caminado. En aquel momento me sorprendió que todo el mundo me preguntara por qué me embarcaba en ese recorrido, como si no hubiera otro tipo de interrogantes. La respuesta verdadera era que lo hice porque lo soñé. Una noche en la que dormí en la playa me vi caminando con vigor por la costa; desperté y tomé la determinación con toda naturalidad, como quien decide que va a la ducha. Meses después ejecutaba aquel sueño. Bauticé aquella expedición científico/lírica «Imago«. Fue mi presentación ante esa isla en la que empezaba a vivir.

A diferencia de entonces ahora soy yo la que me pregunto por qué, intentando entender mis decisiones.

Sólo he sabido responder: «Me voy para estarme quieta».

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Intento imaginarme en Calcuta (en la foto superior un instante captado por el fotógrafo bengalí Raghu Rai en la estación de tren). Cierro los ojos, me veo allí, en medio del caos, sin más imágenes de referencia que las que habitan en mi inconsciente. Aparece ante mí una Martha en silencio, observando, prestando atención a cada uno de sus actos, apropiándose del estricto espacio en el que se posan sus pies. Me dejo llevar por ese deseo y acuno el pálpito sin necesidad de saber más.

He tardado dos días en abrir el ordenador para buscar información sobre las vacunas, los visados, los requisitos burocráticos para ir la India, y otros dos para mirar cómo es la ciudad en la que aterrizaré. Si todo fluye como hasta ahora partiré el próximo 8 de febrero.

A medida que avanzan los días se van añadiendo lugares, nombres y sentido. No los busco, van apareciendo. Tengo la sensación de haber lanzado la caña en un océano invisible y todos los días aparece ante mí el siguiente paso, mi sustento. En estos momentos sé que enlazaré las ceremonias del amor y la muerte, lo que supone partir de la estación de Calcuta, tomar un tren para Varanasi (una de las ciudades santas a la que acuden miles de personas para morir en las aguas del Ganges), permanecer allí unos días y luego saltar a Khajuraho, donde contemplaré los templos eróticos que son referente para las personas que practican el tantra. Todo sucede entorno al Ganges, uno de los ríos míticos de este planeta, uno de los más contaminados. Me asomaré una y otra vez a sus orillas, le contemplaré, le hablaré de mi amor por el humilde Ebro, me dejaré llevar por lo que me ofrezcan las aguas de la vida, por lo que observe y sienta.

En esto consiste el viaje, en tomar conciencia de qué sucede cuando una mueve el suelo que pisa y acepta caminar sin propósito y al mismo tiempo permanecer.

A partir de este momento comparto el viaje por esta vía, con palabras honestas y toda la verdad que pueda vislumbrar.

Por el momento lo que hoy te ofrezco es mi trémulo asombro.