Partir para quedarme quieta

Abrí los ojos y dije «Calcuta, me iré a Calcuta». No pensé en cuándo o en por qué, por supuesto ni en cómo ni en para qué, simplemente expresé en alto mi decisión. Estaba sola en mi cuarto, no tenía testigos ante los que pudiera desdecirme, podía pronunciar sin miedo «La India».

Media hora después recibía la llamada de una amiga anunciándome que una compañía aérea ofrecía billetes a lugares remotos por cantidades ridículas. Me asomé. Tecleé el aeropuerto de partida (Son Sant Joan, Palma de Mallorca, Illes Balears, Spain), el de destino (Aeropuerto Internacional Netaji Subash Chandra Bose, Kolkata, India) y aparecieron ante mí las cifras, la de las distancias y la de los precios. Hay 8.080,8 kilómetros de un aeropuerto a otro. Esa caprichosa hilera de ochos y ceros me llamó la atención; el hecho de que además hubiera un decimal me hizo sonreír. Por lo que se refiere al dinero, efectivamente, la oferta era increíble. Aún así sus tres dígitos superaban con creces mis capacidades económicas teniendo en cuenta los gastos consiguientes (visados, estancia, etc).  A pesar de todo Calcuta ya era más que un nombre: tenía una cifra.

Dos horas después de aquella llamada tuve otra. Una amiga quería celebrar su nuevo y flamante destino laboral regalándome «algo material». Dejó su propuesta en el aire esperando a que llegara su inspiración. Cuando le comenté que me había levantado con el nombre de Calcuta en la cabeza me dijo: «Ya sé cuál va a ser mi regalo: Te doy cien euros para que te compres el billete». Una hora después volvía a llamarme. Una compañera suya del trabajo ha seguido mis crónicas de este verano y al comentarle mi impulso dijo que sólo por leer mi experiencia en este recorrido estaba dispuesta a poner otros 100 euros más encima de la mesa.

Como si fuera una imparable reacción en cadena, en pocas horas llegaba a mí el dinero necesario como para adquirir el billete a base de aportaciones  imprevistas de seres queridos que decían lo mismo: «Vete y cuéntalo».

Empujada por aquel torbellino (en el que no faltaron personas que al oír lo que sucedía me ofrecían todo tipo de facilidades y consejos) puse una fecha al viaje mientras rumiaba «si yo sólo pronuncié Calcuta».

No sé si estoy tomando decisiones o si ellas me están tomando a mí. Me limito a mirar allí donde se posa la luz y dar el siguiente paso.

Hacía tiempo que no me concedía algo así, obedecer a un pálpito, hacer algo inútil en apariencia, irracional, sin argumentos ni objetivos. Hacerlo sola. Hacerlo con nada. Caminar en la desnudez. La última vez que me visitó una certeza de este tipo fue hace 11 años, cuando di la vuelta a Mallorca a pie, devanando un hilo a mi paso y depositando un capullo de seda en cada kilómetro caminado. En aquel momento me sorprendió que todo el mundo me preguntara por qué me embarcaba en ese recorrido, como si no hubiera otro tipo de interrogantes. La respuesta verdadera era que lo hice porque lo soñé. Una noche en la que dormí en la playa me vi caminando con vigor por la costa; desperté y tomé la determinación con toda naturalidad, como quien decide que va a la ducha. Meses después ejecutaba aquel sueño. Bauticé aquella expedición científico/lírica «Imago«. Fue mi presentación ante esa isla en la que empezaba a vivir.

A diferencia de entonces ahora soy yo la que me pregunto por qué, intentando entender mis decisiones.

Sólo he sabido responder: «Me voy para estarme quieta».

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Intento imaginarme en Calcuta (en la foto superior un instante captado por el fotógrafo bengalí Raghu Rai en la estación de tren). Cierro los ojos, me veo allí, en medio del caos, sin más imágenes de referencia que las que habitan en mi inconsciente. Aparece ante mí una Martha en silencio, observando, prestando atención a cada uno de sus actos, apropiándose del estricto espacio en el que se posan sus pies. Me dejo llevar por ese deseo y acuno el pálpito sin necesidad de saber más.

He tardado dos días en abrir el ordenador para buscar información sobre las vacunas, los visados, los requisitos burocráticos para ir la India, y otros dos para mirar cómo es la ciudad en la que aterrizaré. Si todo fluye como hasta ahora partiré el próximo 8 de febrero.

A medida que avanzan los días se van añadiendo lugares, nombres y sentido. No los busco, van apareciendo. Tengo la sensación de haber lanzado la caña en un océano invisible y todos los días aparece ante mí el siguiente paso, mi sustento. En estos momentos sé que enlazaré las ceremonias del amor y la muerte, lo que supone partir de la estación de Calcuta, tomar un tren para Varanasi (una de las ciudades santas a la que acuden miles de personas para morir en las aguas del Ganges), permanecer allí unos días y luego saltar a Khajuraho, donde contemplaré los templos eróticos que son referente para las personas que practican el tantra. Todo sucede entorno al Ganges, uno de los ríos míticos de este planeta, uno de los más contaminados. Me asomaré una y otra vez a sus orillas, le contemplaré, le hablaré de mi amor por el humilde Ebro, me dejaré llevar por lo que me ofrezcan las aguas de la vida, por lo que observe y sienta.

En esto consiste el viaje, en tomar conciencia de qué sucede cuando una mueve el suelo que pisa y acepta caminar sin propósito y al mismo tiempo permanecer.

A partir de este momento comparto el viaje por esta vía, con palabras honestas y toda la verdad que pueda vislumbrar.

Por el momento lo que hoy te ofrezco es mi trémulo asombro.

 

 

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4 comentarios en “Partir para quedarme quieta

  1. Alucino, Martha….
    Hace dos días que aterrizaste y ya estás desplegando alas nuevamente.
    No creo en las casualidades ni en la suerte. Sencillamente, este próximo viaje proviene de la necesidad de leer tus crónicas acuáticas.
    Te seguiré apasionadamente, allí donde te lleve el mar…

    Me gusta

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